martes, 25 de diciembre de 2012

La Iglesia y la izquierda crítica en Cuba



La visita del papa Benedicto XVI a Cuba, en marzo de 2012, ha marcado el punto más alto en el acercamiento entre el régimen liderado por Raúl Castro y la Iglesia católica. Crecientemente, la curia encabezada por el cardenal Jaime Ortega se va transformando en un agente mediador reformista –y una especie de baluarte moral conservador–, en un contexto de incertidumbre marcado por las reformas económicas y elenvejecimiento de la elite posrevolucionaria. El hecho de que la Iglesia disponga de los únicos espacios y medios no estatales autorizados plantea, además, algunosdilemas para las izquierdas críticas, como ya ocurriera en Polonia en la década de 1980.

Recientemente, la influencia de la Iglesia católica en Cuba ha tenido un auge inesperado. Pero ¿a qué se debe ese auge? Sin duda, no a un renacimiento de la religión que haya llenado las iglesias de nuevos feligreses. La Iglesia católica ha adquirido más importancia en la isla por razones exclusivamente políticas. En contraste con la guerra abierta entre la jerarquía católica y el liderazgo revolucionario a principios de la década de 1960, la relación entre la curia y el régimen cubano ha evolucionado en años recientes hacia una creciente colaboración mutua. Es así como los líderes comunistas le dieron la bienvenida a la Iglesia, junto con el gobierno español, para participar en las negociaciones que conllevaron en 2010 y 2011 a la liberación de la mayoría de los presos políticos condenados a cumplir largas penas en las cárceles cubanas. Fue durante esos años cuando el cardenal Jaime Ortega y Alamino, el más alto dirigente de la Iglesia de la isla, viajó a Estados Unidos y Europa para actuar como enlace informal entre Cuba y Washington, así como entre Cuba y la Unión Europea. A cambio de eso, la jerarquía católica ha obtenido concesiones institucionales significativas del gobierno. La mayoría han sido concesiones discrecionales de derechos –que en cualquier sociedad democrática existirían como derechos normales y bien establecidos–, tales como organizar una procesión a través de todo el país en honor a la Virgen de la Caridad del Cobre. Asimismo, el gobierno le ha permitido a la Iglesia abrir 12 sitios web, publicar siete boletines electrónicos y –más importante aún dado el escaso acceso a internet en la isla– editar docenas de pequeñas publicaciones a través de grupos y parroquias, y 46 boletines y revistas a los cuales tiene acceso, directa o indirectamente, un cuarto de millón de personas1. Aunque tienen una circulación limitada –muy por debajo de 5% de la población adulta–, estas publicaciones constituyen la única excepción significativa al monopolio de los medios de comunicación que detenta el Estado. El gobierno también ha hecho concesiones de tipo corporativo a la Iglesia, como proveerle ayuda material para construir el nuevo seminario católico cerca de la Habana. Incluso Raúl Castro, junto con otros altos oficiales del gobierno, asistió a su inauguración, ocasión en la que el cardenal Ortega expresó públicamente su gratitud a los líderes políticos cubanos por su contribución2.

La Iglesia como agente mediador reformista

La creciente influencia de la jerarquía católica se puede atribuir, en parte, al viraje que la Iglesia ha dado respecto de su tradicional actitud de crítica hacia el gobierno –más allá de lo suave y cautelosa que haya sido por momentos– para convertirse en agente mediador reformista entre este y las fuerzas de oposición, ya sean los grupos disidentes cubanos, gobiernos imperialistas o, en cierto sentido, elementos descontentos de la población en general. La jerarquía católica de la isla ganó mucho con este cambio, para el que contó con el apoyo del Vaticano, como lo demuestran las concesiones que ha obtenido. Pero menos claro es lo que el gobierno cubano ha ganado a cambio de haber alentado a la Iglesia a jugar un papel importante, si bien todavía no central, en la política de la isla. Cuba no es Polonia, y el catolicismo cubano ha sido, aun antes de la revolución de 1959, uno de los más débiles de América Latina3. El gobierno cubano no tenía necesidad alguna de alentar a una Iglesia cuya popularidad no estaba creciendo a grandes pasos. Pero Raúl Castro escogió negociar con la curia católica como una manera idónea de realizar sus objetivos en la política internacional. Además, aunque la Iglesia no cuenta con un enorme apoyo popular, sí tiene cierto grado de autoridad moral que el gobierno puede utilizar para fortalecer su propio poder si el apoyo político al régimen disminuye, especialmente después de que los dos hermanos Castro –Fidel con 86 años de edad y Raúl con 81– inevitablemente desaparezcan del entablado político de Cuba.

El nuevo papel de la jerarquía católica como agente mediador tiene consecuencias importantes: significa, en primer lugar, que la Iglesia tiene que adoptar un «punto medio» entre la política del gobierno y la de la oposición. Pero esta última es muy débil en Cuba. No existe un movimiento clandestino que esté combatiendo al gobierno –otra cosa son las medidas adoptadas por Washington para castigar a Cuba– y, mucho menos, un movimiento oposicionista al estilo del Solidaridad polaco. Los disidentes moderados y de derecha, así como la naciente izquierda crítica y democrática, son débiles. La Iglesia está, en cierto sentido, llenando un vacío, aunque la claramente desbalanceada relación de fuerzas a veces presiona a la jerarquía a inclinarse un poco más en la dirección del gobierno.

El discurso del cardenal Ortega en la Universidad de Harvard en abril de 2012, en el que tildó a los disidentes que habían ocupado una iglesia habanera de delincuentes y hasta de enfermos mentales, pudo haber reflejado, como mínimo, un lapsus del prelado, pero sin duda puso de manifiesto la antes mencionada falta de balance en las relaciones de poder Iglesia-Estado. Es muy revelador que, mucho antes de su intervención en Harvard, la jerarquía católica cubana ya hubiera disciplinado a sus curas más militantes, como José Conrado Rodríguez, y a laicos como Dagoberto Valdés, que se atrevieron a pasar de las críticas muy suaves y diplomáticas hacia la jerarquía a cuestionar enérgicamente las prácticas dictatoriales del gobierno. La muerte súbita del católico Oswaldo Payá, quizás el disidente más conocido de la isla y un crítico duro y frecuente de las políticas conciliadoras de la Iglesia, ayudará a consolidar la hegemonía de la jerarquía y a marginalizar el campo de los disidentes, en su sentido más amplio, y especialmente a su sector católico.

Tal parece que para la jerarquía católica cubana, apoyada por el Vaticano, la colaboración táctica con el gobierno cubano es parte de una estrategia paciente y de largo plazo para ejercer su influencia en el contexto de un régimen en decadencia y para jugar un papel importante en determinar la agenda de la transición. En 2011, el gobierno permitió que la Iglesia estableciera el Centro Cultural Padre Félix Varela, que se ha convertido en uno de los muy pocos espacios donde oposicionistas y críticos pueden expresar públicamente sus puntos de vista. El centro ha emprendido sin hacer aspavientos un programa muy ambicioso y multifacético, que de ser llevado a cabo sin hostigamiento gubernamental va a aumentar considerablemente la influencia de la Iglesia, en especial dada la ausencia de competencia política e ideológica, más allá, desde luego, de la del enorme aparato del Partido Comunista (PCC) en el poder y de sus organizaciones oficiales de masas.

El Centro Cultural Padre Félix Varela ha tratado de influir en la sociedad y la política cubanas y en la futura transición, en ciertas direcciones específicas. Se ha comprometido, por ejemplo, a entrenar a los trabajadores cuentapropistas y administra el programa de maestría en Dirección de Empresas en asociación con la Universidad Católica San Antonio de Murcia, de España. El padre Yosvany Carvajal, director del programa, declaró que «hoy los hombres de negocios son vistos como contribuyendo a la sociedad y la economía, ¿pero con cuáles herramientas? Vamos a proveer esas herramientas (…) como emprender y administrar un negocio, mercadotecnia y cosas similares»4. El programa de estudios para el título de magíster en Dirección de Empresas, enfocado a las medianas, pequeñas y microempresas5, refleja las ambiciones del padre Carvajal. Para el curso académico 2012-2013, el programa se ha estructurado alrededor de las siguientes materias: Entorno Económico; Marketing; Comportamiento Organizacional; Estrategia y Empresa; Organización de la Producción; Ética Empresarial; Economía Financiera y Contabilidad6. El Centro Cultural no solamente está planeando intervenir en el mundo «práctico» de la educación en administración de negocios, que por cierto tiene un gran componente ideológico que supone, a veces implícita y a veces explícitamente, un punto de vista sobre la economía política. El nuevo Instituto de Estudios Eclesiásticos va a ofrecer, más allá de esta maestría, cursos en Teología, Humanidades y Psicología, conjuntamente con universidades extranjeras y profesores cubanos7. El padre Carvajal también espera poder otorgar, con la autorización de la Congregación para la Educación Católica, títulos de nivel superior homologables a los de cualquier universidad europea8. Vale la pena notar que el sacerdote no ha dicho nada sobre si el gobierno cubano va a jugar algún papel a la hora de conferir esos diplomas.

La revista Espacio Laical, que anteriormente había sido el órgano del Consejo Laico de la Arquidiócesis de la Habana, se convirtió, a partir del 1 de enero de 2012, en un proyecto oficial del Centro Cultural Padre Félix Varela y anunció la creación del Laboratorio Casa Cuba, para realizar investigaciones sociales y jurídicas con un énfasis especial «en los aspectos más relevantes relacionados con la necesaria actualización de los modelos de gestión sociopolítica en nuestro país»9. El Laboratorio inició sus actividades con un curso titulado «Constitución cubana: pasado, presente y futuro». Revestido de un lenguaje y tono académicos, el boceto del curso toca una serie de temas controvertidos, como la exploración de lo que es y no es democrático en el sistema electoral cubano y la presentación de «propuestas para la democratización»10.

Realismo y pragmatismo

En lo que promete ser un documento de gran importancia, en el sentido de que refleja la política de la Iglesia en la presente coyuntura, Lenier González Mederos, viceeditor de la revista Espacio Laical, rechaza claramente la posición de aquellos críticos que quieren que el cardenal Ortega adopte una postura dura hacia el gobierno cubano, insertando «a la Iglesia en la reproducción de lógicas políticas sustentadas en el aniquilamiento del ‘otro’»11. González Mederos insiste en que fue el espíritu del realismo y pragmatismo político lo que hizo posible el desarrollo de un consenso entre el gobierno y la Iglesia, para de esa manera transformar ciertos asuntos conflictivos, como la libertad religiosa y la defensa de la soberanía nacional, en áreas de cooperación12. Como resultado de este proceso, aduce González Mederos, se han conquistado espacios para la expansión de la libertad de expresión, reunión y religión sin que estas estén asociadas a una lógica de desestabilización interna. El viceeditor de Espacio Laical termina expresando su esperanza de que una «reinvención del socialismo cubano» no se limite al logro de la eficiencia económica, como lo sugirió el vicepresidente Marino Murillo, sino que también dé la bienvenida e integre a «la creciente pluralidad de (…) la sociedad cubana»13. Conforme al documento, esto implica una propuesta para reconfigurar de manera radical las instituciones del Estado y la presente arquitectura del PCC «para que pueda acoger efectivamente en su seno a toda la diversidad nacional»14, aunque es muy revelador que el autor no diga una palabra sobre la abolición del régimen unipartidista. Al mismo tiempo, González Mederos trata de aplicar un poco de presión cuando expresa estar preocupado porque se está agotando el tiempo que las autoridades del país, con Raúl Castro a la cabeza, tienen para facilitar una «transformación ordenada y gradual del sistema cubano»15.

En un nivel más alto de abstracción, González Mederos aboga por un nacionalismo católico en el que la Iglesia, en vez de tratar de obtener el poder secular –lo que la colocaría en una dinámica de oposición total al gobierno– escoja unirse a todos los cubanos, independientemente de su ideología y religión, «en la doble senda de la transformación personal y en el sueño de construir una patria ‘con todos y por el bien de todos’». Este nacionalismo católico define la nación como una casa –Casa Cuba– en la que la fraternidad entre los residentes significa la eliminación de todo tipo de exclusiones, y se rescata así «un sentido comunitario para la nación»16. Se podría decir que de ese modo la nación se convertiría en un verdadero hogar. En este nuevo cosmos nacional, los que apoyan la Revolución en la isla y los exiliados cubanos en el extranjero tendrían al menos la posibilidad de reconocerse como parte de «un todo único e indivisible»17. Pero el teórico católico no explica cómo la construcción de una comunidad nacional cubana podría superar concretamente las diferencias tan pronunciadas en la distribución del poder político, racial y de clase.

Para legitimar históricamente ese nacionalismo católico, el padre Carvajal ha articulado y propagado una versión muy distorsionada de la historia cubana bajo el colonialismo español y del papel que el catolicismo jugó en este. Ignorando la diferencia entre la formación cultural de la nación y la lucha por la independencia política, el sacerdote sostiene que el Seminario Católico de San Carlos y San Ambrosio (en cuyo edificio está hoy situado el Centro Cultural Padre Félix Varela) fue la cuna de Cuba como nación, y que esta fue una idea concebida originalmente por curas católicos18. Carvajal propone, justificadamente, al padre Félix Varela, producto del Seminario, como un héroe católico cubano en virtud del papel que jugó en el desarrollo del sentimiento proindependentista durante la primera mitad del siglo XIX, aunque en realidad el padre Varela no desarrolló sus ideas independentistas en el Seminario, sino cuando estuvo desterrado en EEUU. Lo peor de todo es que ni el padre Carvajal ni ningún otro vocero de la Iglesia han reconocido de manera alguna el apoyo militante que la jerarquía católica brindó al colonialismo español, especialmente durante la última Guerra de Independencia (1895-1898)19. Es inevitable notar la similitud entre este caso de revisionismo histórico y otro muy famoso por su muy distorsionada redefinición de la historia: el intento de Fidel Castro de convertir al prócer cubano José Martí (1853-1895) en partidario del Estado unipartidista y, por lo tanto, en precursor de su propio régimen.

¿Cuáles son los puntos a favor y en contra del nuevo rol de la jerarquía católica como mediadora? Es innegable que la nueva relación entre la jerarquía y el gobierno, especialmente desde que Raúl Castro asumió el poder, ha mejorado en algo el clima político en la isla. La liberación de la mayoría de los presos políticos, condenados a largas penas en la cárcel, es claramente una mejora. Quizás un logro más importante a largo plazo es la apertura de algunos espacios que permiten un debate mucho más amplio del que antes era posible en revistas comunistas liberales de ciencias sociales como Temas, en el Centro Cultural Padre Félix Varela o a través de publicaciones católicas como Espacio Laical. Esto, a su vez, ha de haber contribuido a un mayor grado de relajación política, en especial para intelectuales y artistas, aunque la nueva política gubernamental de encarcelar a disidentes, aunque sea por corto tiempo, pone todo lo anterior en duda. Muchos disidentes de derecha desdeñan cualquier relajamiento que ponga en cuestión la justificación, por muy equivocada que esta sea, de la agresión por parte de EEUU, el vehículo preferido de estos grupos para lograr sus metas políticas. Pero para los críticos y oposicionistas de izquierda, la relajación política y la creación de espacios para una discusión más libre pueden propiciar el surgimiento de movimientos democráticos desde abajo, que podrían contribuir a la democratización política y económica real de la sociedad cubana.

Al mismo tiempo, la colaboración de la jerarquía católica con el gobierno puede ser un obstáculo precisamente para el surgimiento de movimientos democráticos desde abajo. En primer lugar, porque la Iglesia, a cambio de su relación de negociación con el gobierno, ha aceptado explícitamente límites muy claros a sus propias posiciones políticas, lo que incluye, por lo menos, un compromiso político tácito con la permanencia del gobierno. En segundo lugar, porque como parte de esta relación, la jerarquía ha podido obtener concesiones institucionales que la harán renuente a tomar riesgos.

El comportamiento de la Iglesia católica polaca antes y después del surgimiento del movimiento Solidaridad en 1980 es un ejemplo muy útil en este contexto. En la década de 1970, la Iglesia ya había establecido un modus vivendi satisfactorio con el gobierno comunista de Edward Gierek. En contraste con el mito fabricado sobre la Iglesia polaca, cuando los trabajadores de los astilleros de la costa báltica fueron a la huelga en agosto de 1980 para demandar el derecho de organizar sindicatos independientes, el cardenal primado Stefan Wyszynski instó a los huelguistas a regresar al trabajo sin haber logrado sus reivindicaciones. Aunque algunos intelectuales católicos liberales, como Tadeusz Mazowiecki y Jerzy Turowicz, apoyaron activamente a los huelguistas, la Iglesia como institución mantuvo una prudente distancia. Sí apoyó a Solidaridad una vez que este se estableció, pero se mantuvo circunspecta con respecto al espíritu democrático radical que animaba al movimiento en aquella época20. No parece exagerado asumir que la jerarquía cubana reaccionaría de manera similar frente a cualquier movimiento comparable en Cuba, particularmente cuando ya ha establecido con claridad que su enfoque conciliatorio es incompatible con cualquier oposición abierta al régimen.

Ayer Polonia, ¿hoy Cuba?

Aunque la Iglesia cubana no tiene ni las profundas raíces nacionalistas ni el apoyo popular que tenía la Iglesia polaca en la época de Solidaridad durante los años 80, tiene la gran ventaja de ser la única institución en Cuba que es verdaderamente importante sin ser parte del Estado. La fuerza que tiene como institución y sus negociaciones con el gobierno de Raúl Castro le han permitido ganar mucho terreno, lo que la puede colocar en una posición muy favorable, en un contexto de transición, para «pasarle la cuenta» al pueblo cubano por sus esfuerzos a favor de las reformas en el pasado. Quizás la Iglesia no sea tan fuerte como para detentar el poder político a través de un Partido Demócrata Cristiano, aunque dicho partido ya existe en el exilio y probablemente podrá recabar cierto apoyo cuando se establezca en la isla. Si bien sus actividades en el Centro Cultural Padre Félix Varela y sus publicaciones indican que apoya una apertura al mercado y al capitalismo, ese no va a ser el foco principal de su agenda de transición. Pero lo que sí es probable es que la Iglesia trate de instituir su agenda social a través de presiones sobre el Estado para desmantelar o restringir varios derechos sociales que hoy en día existen en la isla.

La postura social conservadora del cardenal Ortega es bien conocida. En su Carta Pastoral del 25 de febrero de 2003, afirmó, como si se tratara del resultado de una teoría científica comprobada, que «la experiencia demuestra que sexo, alcohol y droga se entrelazan peligrosamente»21. Varios años más tarde, Ortega lamentó la decadencia moral de la sociedad cubana. Y una vez más, mezclando diferente tipos de cuestiones, censuró «la vida sexual desenfrenada, el descompromiso social, la música ensordecedora sin respeto a los vecinos, el abuso de bebidas alcohólicas o el asesinato de un sacerdote para robarle» (en alusión al asesinato de un cura español en julio de 2009)22. La Iglesia católica se opuso vigorosamente a varias actividades del Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex), dirigido por Mariela Castro Espín, hija de Raúl Castro, así como a la proyección de la película Secreto en la montaña (Brokeback Mountain), de Ang Lee. La Diócesis Católica de La Habana publicó también una fuerte denuncia de lo que vio como una campaña gubernamental para promover la homosexualidad, el transexualismo y la «diversidad sexual»23.

La Iglesia católica ha expresado, a través de la historia, su oposición al divorcio y especialmente al aborto. El divorcio legal se estableció en Cuba en 1918, varias décadas antes de la Revolución. Dadas sus profundas raíces históricas en la isla, es muy poco probable que la Iglesia organice una campaña contra el divorcio en el futuro, pero no se puede excluir la posibilidad de que comience a abogar por restringir la facilidad con que este se puede conseguir hoy en día en Cuba. El aborto se ejerció de manera amplia en la isla mucho antes de la Revolución, aunque era ilegal y fue ocasionalmente perseguido por las autoridades hasta 1965, cuando el gobierno revolucionario decidió permitirlo. Como en otros países comunistas, el aborto ha sido usado como un método de control de la natalidad debido al acceso irregular a contraceptivos y a una educación sexual inadecuada. Alcanzó su más alta frecuencia en 1986 (de 97 abortos por cada 100 nacimientos)24 y después declinó a 52,5 en 200425, aunque esta sigue siendo una cifra alta en términos internacionales. Es claro que, si bien el aborto se practica para controlar la natalidad, no es un método idóneo para hacerlo, lo que lo hace vulnerable al ataque de la Iglesia. Aunque la agitación sobre cuestiones sociales como estas no ha sido el foco principal de la Iglesia cubana, eso probablemente cambie al momento de una transición. El ejemplo de la Iglesia polaca es instructivo en este contexto, porque a pesar de que sus raíces históricas e influencia en la población son diferentes, muestra un método común de intervención política, en el que las jerarquías católicas se han basado en la acción gubernamental para imponer su agenda social a toda la población, y no solo a los creyentes católicos. Fue así como, poco después del colapso del comunismo polaco, la Iglesia presionó al primer gobierno no comunista, encabezado por el primer ministro Mazowiecki, para que aceptara la reintroducción de la educación católica en las escuelas públicas y para que ordenara restricciones que limitaron considerablemente el acceso al aborto. Acomodándose a las preferencias de la Iglesia, el gobierno implementó esas medidas sin discusión pública y sin un voto parlamentario (fue después de que el gobierno presentara ante el Parlamento una legislación general sobre el aborto)26.

En este contexto, los izquierdistas críticos se encuentran en una posición nada envidiable: ellos dependen, hasta cierto grado, de los espacios que les facilita una Iglesia católica que no comparte sus valores fundamentales y que posiblemente acabe volcándose contra ellos. Lo que ocurrió en Polonia vuelve a ser clarificador en este contexto. En los años 70 y 80, la izquierda crítica en ese país enfrentó una situación que tiene varios elementos en común con la situación cubana actual. Esto incluye un gobierno comunista que había llegado a un modus vivendi con la jerarquía católica, aunque quizás no en el grado de la Cuba actual, y una naciente izquierda crítica que había roto con el comunismo y que tenía que determinar su actitud hacia la Iglesia. En este contexto, Adam Michnik, quien más tarde fue uno de los líderes de Solidaridad –el movimiento que finalmente derrotó al comunismo en Polonia–, publicó un libro muy influyente sobre la izquierda polaca y la Iglesia en 1975-197627. Michnik nació en 1946, era hijo de padres judíos y veteranos comunistas y se educó en un ambiente de izquierda crítico del régimen de Varsovia. Fue muy afectado por los sucesos de 1968 en Polonia, cuando el gobierno no solo reprimió físicamente las protestas estudiantiles sino que también condujo una campaña contra los intelectuales, que conllevó el encarcelamiento de estudiantes, el despido de profesores y la acusación contra los judíos como responsables de la situación imperante, lo que forzó a la mayoría de estos a abandonar el país. Los sucesos de ese año mostraron un Partido Comunista que recurría a las tradiciones represivas fascistas, mientras que sectores del catolicismo hacían todo lo posible para defender a los estudiantes. Después, autores que fueron proscritos por el gobierno, muchos de ellos judíos, solo pudieron publicar en la prensa católica. Mientras estaba preso por su participación en los sucesos de 1968, Michnik comenzó a revisar sus ideas políticas con respecto a la Iglesia, ideas que más tarde publicó en su libro La Iglesia y la izquierda, donde propone un diálogo entre la izquierda secular y la Iglesia con el propósito, según lo describe el experto en asuntos polacos David Ost, de «mediar diferencias (…) aceptar la verdad de ambos lados (…) y colaborar hacia una meta común»28.

Que Michnik haya reconocido las contribuciones de la Iglesia católica polaca en el contexto de la represión comunista es válido y comprensible, como lo puede ser para los críticos de izquierda cubanos que hoy encuentran un espacio dentro de las instituciones católicas en la isla. Pero es importante señalar que la noción que Michnik tenía del diálogo con la Iglesia acabó siendo para él una suerte de capitulación ante esa institución. En su libro, rechaza lo que describe como la hostilidad intransigente de la izquierda hacia la Iglesia católica y señala que el enemigo de la izquierda no es la Iglesia sino el totalitarismo29, y que «las viejas distinciones [izquierda/religión] desarrolladas en el contexto de la democracia burguesa son ahora obsoletas»30. La actitud de Michnik hacia la Iglesia supone un método político conforme al cual puede haber un solo enemigo en un momento determinado. Este es un viejo enfoque político, muy anterior a Michnik y muy afín a nociones tales como «el enemigo de mi enemigo es mi amigo». Esta noción ignora que la manera en que se conduce la lucha contra la opresión tiene una gran influencia sobre lo que resulta de esa lucha. Específicamente, lo que esto significa es que aunque el Estado opresivo, sea o no comunista, es el enemigo principal de una oposición y una resistencia activas, ese movimiento de oposición puede comprometer sus metas principales por la manera en que se relaciona con otros grupos o instituciones actual o potencialmente opresores. Es irónico que, mientras Michnik critica al movimiento comunista internacional acusándolo de seguir la máxima atribuida a Charles de Montalembert («Mientras soy débil demando de ti mi libertad, porque ese es tu principio, pero cuando sea fuerte te privaré de tu libertad, porque ese es mi principio31»), ignora, conociendo la historia de la Iglesia católica polaca, que esa máxima podría también aplicarse a esta institución.

Es así como Michnik acaba justificando la enseñanza de la religión en las escuelas públicas con el argumento de que la prohibición de ese tipo de enseñanza fue el primer paso del comunismo para abolir por completo el entrenamiento religioso de la juventud. También defiende el llamado de la Iglesia a no leer libros ateos, argumentando que era una manera de rehusar participar en la vida oficial del Estado totalitario32. En su crítica de las tradiciones iluministas de la izquierda, juzga como arrogantes a los izquierdistas que pretenden conocer «la verdadera senda del progreso y la razón» y sostiene que «la implementación de tales planes [iluministas] para el Nuevo Orden y el Reino del Progreso necesariamente conducen al desprecio al pueblo, al uso de la fuerza y a la autodestrucción moral»33.

Finalmente, Michnik modificó su punto de vista a fines de los 80, distanciándose de la Iglesia católica y advirtiendo que Polonia se estaba abriendo a la posibilidad de una «iranización»34. O sea que, para Michnik, ceder de ese modo ante la Iglesia no funcionó y, de hecho, contribuyó a la hegemonía de esa institución, con consecuencias muy negativas en la vida democrática de su sociedad. Dada esa experiencia, ¿cómo puede una izquierda crítica democrática repensar la manera de relacionarse con la Iglesia católica?

En una sociedad democrática, la Iglesia católica debe considerarse como otras organizaciones y grupos religiosos, cívicos y políticos; por lo tanto, debe compartir los mismos derechos. Pero el hecho de que el catolicismo haya sido históricamente la religión predominante en Cuba no le confiere ni privilegios ni un estatus especial en la vida pública. Si la Iglesia, en vez de limitarse al reino espiritual, decide, como cualquier otra organización, pronunciarse sobre cuestiones controvertidas de la vida pública, se convierte en un blanco legítimo de la crítica, y lo será más aún cuando trate –como ha tendido a hacerlo– de imponerle a toda la sociedad normas y reglas de conducta que, de otra manera, solo tendría el derecho de instar a sus feligreses a acatar voluntariamente (como, por ejemplo, evitar el uso de contraceptivos y el aborto).

Desde esa perspectiva, entonces, sería posible apoyar ciertas demandas de la Iglesia. Por ejemplo, el gobierno cubano ha conferido «concesiones» a la Iglesia católica, pero esta, como cualquier otra institución en la isla, no tiene derechos legales o políticos que el gobierno esté obligado a respetar. Una perspectiva democrática requeriría convertir prácticamente todas las «concesiones»35 que la Iglesia ha obtenido del gobierno en derechos, como organizar procesiones religiosas, capacitar a nuevos sacerdotes y proveer servicios a presos (una concesión que les fue otorgada a todas las denominaciones religiosas en 2009). Al igual que cualquier otra organización significativa por fuera del Estado, la Iglesia tiene el derecho a un «espacio sistemático» en los medios masivos de comunicación, un reclamo de esta institución que el Estado cubano todavía no ha satisfecho.

Mucho más problemáticas son las demandas de la Iglesia con respecto a la educación religiosa de los niños. Estas pueden significar cosas muy diferentes. Por ejemplo, pueden referirse a impartir educación religiosa en sitios que le pertenecen a la Iglesia católica durante las vacaciones, fines de semana o después de las clases de la escuela pública, lo que, desde un punto de vista democrático, no se puede objetar. Pero estas demandas también pueden significar el establecimiento de escuelas religiosas como alternativa a la escuela pública, principalmente a partir del argumento de que solo los padres tienen el derecho a decidir sobre la educación de sus hijos. Este argumento parte de una premisa de tipo liberal-individualista que excluye toda consideración del papel crítico que una educación pública democrática (y no la del presente Estado unipartidista) puede jugar en formar a las nuevas generaciones y a la sociedad como un todo. También ignora el papel de la educación pública en términos de integración social y en el fomento de la igualdad de clase y raza. La educación en escuelas privadas religiosas y seculares fue un hecho comúnmente aceptado como «natural» en la Cuba prerrevolucionaria, segregada tanto desde el punto de vista racial como de clase. Estas escuelas fueron, de hecho, centros de entrenamiento educacional y social de las clases altas y de una parte importante de las clases medias y excluyeron casi totalmente a los negros. Pero la jerarquía católica cubana no estaba satisfecha con esa situación, y a lo largo de la historia de la República (1902-1958) hizo campaña, repetidamente pero sin éxito, para establecer la educación religiosa en las escuelas públicas. Incluso poco después de la victoria de la Revolución, el arzobispo de Santiago de Cuba Enrique Pérez Serantes trató, infructuosamente, de persuadir a Fidel Castro (cuya vida ayudó a salvar luego de la derrota del ataque al cuartel Moncada el 26 de julio de 1953) de las virtudes de la educación religiosa en las escuelas públicas36. Hasta el momento, la jerarquía católica ha mantenido cierta cautela sobre este tema. Aun así, Orlando Márquez, el vocero oficial del cardenal Ortega, abogó recientemente a favor de la educación privada religiosa como alternativa a la pública con varios argumentos, incluyendo el ahorro que esto significaría para el gobierno. Al mismo tiempo, concedió tácticamente la posibilidad, que ya está siendo implementada por lo menos en una iglesia en la isla, de proveer educación católica como complemento, aunque no como alternativa, de la educación pública37.

Hay otras cuestiones que auguran una fricción considerable entre la izquierda crítica democrática y la Iglesia católica. La primera involucra la separación estricta entre la Iglesia y el Estado. El artículo 35 de la respetada Constitución de 1940 afirmó, sin ambigüedad alguna, que «la Iglesia estará separada del Estado, el cual no podrá subvencionar ningún culto»38. ¿Respetará la Iglesia católica esa estricta separación? También está la cuestión del matrimonio. Históricamente, la izquierda ha visto el matrimonio como una unión voluntaria de la cual cada consorte se puede retirar sin obstáculos legales innecesarios salvo para proveer la máxima protección, financiera y de otro tipo, a niños y mujeres. La libertad sexual es otra área potencial de conflicto, incluyendo los derechos de las personas LGBT a casarse y adoptar niños. El aborto será otra fuente de disputa. La izquierda de hoy exige que este sea gratis y accesible cuando las mujeres lo demanden, pero no como sustituto de métodos contraceptivos y de educación sexual39. Otras cuestiones importantes para la izquierda actual incluyen la noción de que las actividades científicas se orienten por consideraciones de tipo ético y humanístico y no por razones religiosas, como en el caso de las investigaciones sobre células madre40. La censura gubernamental es otra área de discordia potencial, dado que la izquierda democrática busca abolirla, tanto aquella basada en el contenido político como en el caso de la expresión artística que la Iglesia tilde de pornográfica41.

Diálogo, no subordinación

No hay razón alguna por la cual la naciente izquierda democrática deba evitar el diálogo con los católicos de base y con los intelectuales progresistas católicos que comparten la idea de que una sociedad democrática significa que nadie tiene el derecho de imponer sus ideas y modo de vida a otros. Ese diálogo no implica que las partes deban aceptar la noción liberal relativista de que «toda idea y modo de vida es igualmente válido»; después de todo, si las personas no creyeran que sus ideas son más válidas que otras no las adoptarían. Tampoco hay por qué ver ese diálogo como un regateo en el que una de las partes debe conceder algo a cambio de que la otra parte conceda algo también. El diálogo se puede considerar como un respetuoso esfuerzo de mutua persuasión, que quizás lleve y quizás no a un acuerdo, o a que una parte acabe siendo persuadida. Ese proceso de articular argumentos razonados para tratar de persuadir a la otra parte puede llevar a aclarar y distinguir lo que es un desacuerdo y lo que es un malentendido, haciendo posible así la cooperación en aquellas cosas en que existe un acuerdo genuino. En Cuba, la prueba real será si los católicos progresistas se unen a la izquierda en cualquier movimiento que surja para desarrollar en la isla un socialismo verdaderamente democrático.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Las encrucijadas de la política migratoria cubana


La migración constituye hoy una pieza clave de la realidad cubana. Buena parte del consumo familiar depende de las remesas, mientras que el Estado compensa sus crónicos déficits financieros exigiendo una serie de pagos leoninos por servicios diversos. Al mismo tiempo, los migrantes han sido despojados de todos sus derechos ciudadanos, incluyendo el de volver a vivir en el país en que nacieron. Hace más de un año, Raúl Castro anunció una «actualización» migratoria que levantó numerosas expectativas. Cuando finalmente se dio a conocer el contenido de la reforma, todo indica que se trata de pasos muy parciales, ciertamente positivos, pero que no dan solución a un problema que la sociedad cubana, eminentemente transnacional, debe resolver.

Si consideramos que el general Raúl Castro lleva seis años al frente del gobierno cubano y evaluamos lo que ha logrado hacer, no hay más remedio que pensar que su llamada «actualización del modelo» solo ha estado arañando la superficie de lo que supuestamente quiere cambiar. Ni siquiera nos queda claro qué significa «actualización», mucho menos las implicaciones de la palabra «modelo» en un país donde la asistematicidad ha sido la cualidad principal de la gestión pública. Y luego, todo se hace, dice el general/presidente, «sin prisa pero sin pausa», lo que en realidad significa un ritmo lento y cansón, fatal para una sociedad que se empobrece, se aburre y decrece demográficamente. Le sucede con todo lo que toca y le ha sucedido de manera muy particular con lo que ha denominado la «actualización migratoria».

Durante 14 meses –desde agosto de 2011 hasta octubre de 2012– los cubanos vivieron pendientes de la anunciada reforma, un tema vital para una sociedad que es eminentemente transnacional. Catorce meses en que la población sospechaba que algo se movía, pero no conocía qué temas, ni los timings acordados, ni si finalmente iban a ser consultados sobre un asunto tan delicado que a todos concernía.

Por fin, el 16 de octubre de 2012 fueron publicados en la Gaceta Oficial tres decretos leyes y una decena de resoluciones que modifican la ley 1.312 de 1976, una ley que nadie tomaba en cuenta pues el tema migratorio estaba regido por reglamentos y prácticas solapados y dictados de acuerdo con las coyunturas, y que tenían como denominador común un concepto restrictivo de la migración y una ambición expoliadora de su uso.

Cuando se contrastan los contenidos de las modificaciones con el tiempo empleado en la elaboración de la propuesta legal, y a ello se adiciona el impenetrable secretismo que moldeó todo el proceso, no queda más remedio que reconocer que ha sido un asunto arduo y complejo para la elite política posrevolucionaria. Los resultados obtenidos –aunque positivos– dejan los problemas fundamentales en el mismo lugar en que estaban y la mayoría de los vítores granjeados tiene tres fuentes: la lealtad política, la diplomacia o la ignorancia. En ningún caso, un ejercicio crítico bien informado.

En mi opinión, la dilación y lo magro de las decisiones han estado ligados a tres tipos de problemas. El primero de ellos se refiere a la dificultad para satisfacer los requerimientos del deber ser de cara a las exigencias de la gobernabilidad. Inobjetablemente, Cuba –a pesar de que es signataria de todos los acuerdos internacionales al respecto– muestra uno de los regímenes migratorios más excluyentes y arcaicos a escala planetaria, y su mantenimiento sin variaciones tiene costos morales y políticos inevitables. Pero, al mismo tiempo, no puede perderse de vista que todos los candados migratorios existentes –muchos y muy onerosos– son parte de un sistema de control político autoritario que no puede ser afectado más allá de muy escuetos límites.

La segunda cuestión se refiere a los usos de la emigración. Durante muchos años, los migrantes han sido tratados como bestias pardas y presentados a la población como la negación misma de la dignidad patria, antítesis de la realización nacional. Este uso político ha sido matizado desde fines de la década de 1970, cuando se inició un uso económico de los migrantes como remesadores, y sobre todo desde los años 90, cuando las remesas pasaron a ser un componente vital de la economía insular, del consumo popular y de la propia gobernabilidad de un sistema marcado por recurrentes crisis económicas. El dilema que viene enfrentando la clase política cubana reside en decidir qué usos son más provechosos y pertinentes a la luz del esfuerzo del gobierno por remontar la presente situación de debacle económica sin alterar el régimen político. Esto coloca el asunto justo en el centro de una relación muy tensa entre la política y la economía.

Y, finalmente, los temas cruzan a la propia elite política posrevolucionaria y separan a sus dos fracciones: la burocracia rentista afincada en el Partido Comunista (PCC) y la tecnocracia empresarial incubada en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Ambas coinciden, por mero instinto de conservación, en que el asunto de la migración no debe ligarse al otro tema, siempre espinoso, de los derechos civiles y políticos de los cubanos, y por tanto concuerdan en reservarse a sí mismas la potestad para otorgar permisos y retirar anuencias. Pero las diferencias afloran en el tema económico. Mientras la primera apuesta por el mantenimiento, en lo fundamental, del actual régimen migratorio y la exacción económica de la diáspora por las vías fiscal y de precios, la segunda estaría dispuesta a un uso más intensivo de los ahorros de los migrantes (por el momento, la inversión a mayor escala es dificultada por la Ley Helms-Burton) y de su fuerza política en un lobby antiembargo/bloqueo más efectivo. Y estas discrepancias, aun cuando existan poderosos consensos políticos, son siempre incómodas en un sistema que, como el hielo, no solo es duro y frío, sino también sorprendentemente frágil.Por supuesto que el resultado alcanzado con la «actualización migratoria», a la que me referiré más adelante, tiene una historia y un contexto que vale la pena recordar.

Un poco de historia

La emigración cubana es fundamentalmente un hecho posrevolucionario. El triunfo insurreccional de 1959, con sus políticas redistributivas y nacionalistas, provocó varios flujos clasistas que Silvia Pedraza, en un libro apasionante, define en cinco olas. Inicialmente se trató de los funcionarios y las familias burguesas más comprometidas con la dictadura batistiana; luego, del resto de la burguesía, y más adelante, de la clase media asustada por la radicalidad revolucionaria que –adornada con los inevitables alardes de «austeridad plebeya»– fue identificada como comunismo. En toda esta primera etapa, la emigración fue un instrumento de presión que EEUU y la contrarrevolución local usaron contra la entonces joven revolución popular.

Estos flujos se han continuado a lo largo de medio siglo, salpicados por explosiones masivas como las que tuvieron lugar a través del puerto de Mariel en 1980 y a lo largo de toda la costa Norte en 1994. Pero inevitablemente cambiaron su composición social y fueron engrosados por familias trabajadoras y por jóvenes que nunca conocieron otra realidad que la sociedad posrevolucionaria. Eran, desde cierto ángulo, los «hombres nuevos» frustrados de una revolución hipotecada. Pero desde otro, eran simplemente migrantes que buscaban mejores horizontes económicos en un país desarrollado donde ya existía una atractiva cabeza de playa.

Se calcula que esta migración involucra a unos dos millones de personas en todo el planeta, de las que 1,8 millones –según el censo estadounidense de 2010– residen en EEUU (1,2 millones viven en la porción sur de la Florida, en torno de la controvertida ciudad de Miami). En este sentido, Cuba está en una situación similar a la de otros países caribeños, pero guarda algunas diferencias cruciales para el tema que nos ocupa –sobre todo en relación con su comunidad asentada en EEUU–, a las que me refiero brevemente a continuación:

- La naturaleza social de la emigración cubana es única en el hemisferio. Se compuso inicialmente de clases medias y alta, y luego de grupos de jóvenes con niveles apreciables de educación que habían aprovechado la movilidad social ascendente del hecho revolucionario. Por ser parte inevitable de un conflicto político binacional, fueron beneficiados con un régimen de incorporación muy auspicioso adornado con normativas como la problemática Ley de Ajuste Cubano, becas y otros apoyos que no tuvieron otras minorías. En consecuencia, es una comunidad muy boyante económicamente y que ha logrado posiciones importantes en el sistema político estadounidense. Según algunos cálculos, la suma del valor de los 150.000 negocios cubanoamericanos en el sur de la Florida es muy cercana a la mitad del PIB insular del año 2010 y varias veces las exportaciones de productos y servicios de la isla. En la actualidad, varios congresistas son de origen cubano, y la fuerte concentración en un estado tan decisivo electoralmente como Florida los convierte en actores cuya importancia política rebasa con mucho el peso demográfico de los migrantes cubanos.

- En un principio, era una migración marcadamente política, y estos primeros inmigrantes politizaron toda la matriz de inserción posterior, haciendo del anticastrismo oficio y religión. Aunque los migrantes posteriores se acercaron más a lo que hoy se llama «emigración económica», fueron sometidos a vejaciones, expropiaciones y a la estigmatización por parte del Estado cubano, que los consideró despreciables desgajamientos del cuerpo nacional. En consecuencia, ha sido una comunidad permeada por un fuerte sentimiento anticomunista, lo que la ubica en la derecha del espectro político –regularmente alineada con el Partido Republicano– pero muy liberal en temas sociales como pueden ser el aborto o las uniones de homosexuales. Los cubanos emigrados tienden a denominarse «exiliados» a pesar de que muy pocos lo son realmente. Todos son, sin embargo, desterrados. Vale la pena aclarar que las políticas del gobierno cubano hacia la emigración han experimentado flexibilizaciones, en la misma medida en que cambiaba la composición social y la relación económica. Hace cuatro décadas, los cubanos estaban impedidos absolutamente de viajar al extranjero, a menos que lo hicieran por alguna razón oficial o para abandonar definitivamente el país. Los emigrados, por su parte, no podían regresar al país ni siquiera a visitar a sus familiares en casos de emergencia. Hoy pueden hacer ambas cosas y hay diversas modalidades para ello.

Pero las flexibilizaciones experimentadas a lo largo de seis décadas no han afectado la potestad absoluta del Estado cubano para permitir y prohibir en una materia en la que deberían primar los derechos ciudadanos al libre tránsito, tal y como ocurre a escala planetaria y como se contempla en los varios acuerdos internacionales que el gobierno cubano ha suscripto. Esos derechos ciudadanos han sido secuestrados o vendidos, y no parece que la «actualización» del pasado 16 de octubre haga una diferencia cualitativa en este sentido.

La conjunción de Marte y Mercurio

La situación migratoria cubana es tan abigarrada que con frecuencia escapa al entendimiento de los observadores distantes. Para que el lector tenga una idea más completa de lo que ha sucedido con la última reforma migratoria, es conveniente explicar cuál era la situación precedente y cuáles han sido los cambios que se han producido.

Ciertamente, un ejercicio complejo por dos razones. La primera, porque se trata de una situación que no existe en casi ningún otro lugar y por consiguiente sus conceptos y categorías son incomprensibles para muchas personas. La segunda, porque la normatividad es tan fragmentada, solapada y discrecional, que todavía no es posible entender –hasta que la práctica lo defina– si algunos procedimientos siguen en pie o si son parte de la historia.

Para los ciudadanos cubanos que residen en la isla hay cuatro maneras legales de viajar al extranjero:

- Con un estatus excepcional llamado «permiso de residencia en el exterior», mediante el cual la persona puede entrar y salir casi libremente cuando lo considere necesario, aunque solo puede permanecer en el país por un tiempo limitado. Se otorga a personas que se han casado con extranjeros, a funcionarios autorizados y a miembros prominentes de la elite política, intelectual o sus familiares. Es un privilegio otorgado –y revocable si la persona mostrara algún tipo de comportamiento no aceptable para el régimen– y sus usufructuarios son una ínfima minoría. Respecto a ellos, la reforma acordada les extiende el plazo de permanencia anual en el país a seis meses.

- La salida «definitiva»: en este caso, la persona que emigra no puede regresar a vivir a Cuba y pierde todos sus derechos ciudadanos. Es la condición de la mayoría de los emigrados, a los que se suman los miles de cubanos que emigran ilegalmente, en balsas o tanteando las fronteras con México y Canadá. La reforma les concede dos ventajas. La primera es que reafirma la potestad de vender o traspasar sus propiedades antes de irse (antes eran expropiados), lo cual ya había sido acordado en la nueva ley de la vivienda de 2011; es decir, les permite un beneficio económico de venta, pero no poseer una propiedad en el país en que nacieron. La segunda es que pueden permanecer en el país hasta por tres meses cada año, contra solo un mes anteriormente. Estas personas pueden solicitar al gobierno cubano que les permita regresar a vivir de manera definitiva en la isla, lo cual implica un complejo proceso de aprobación.

- La salida temporal que ensayan personas que solo aspiran a estar fuera de la isla por un tiempo. Antes podían estar por 11 meses, al cabo de los cuales, si no regresaban, se convertían en migrantes «definitivos». Estas personas requerían para poder viajar de dos documentos legales: una carta de invitación y un permiso de salida. Ambos han sido derogados en la nueva legislación, lo que abarata y flexibiliza los trámites pero no otorga derecho a viajar, pues el Estado se reserva la potestad de negar el pasaporte a aquellas personas que por su calificación técnica (médicos, científicos, atletas, etc.) o actitudes políticas oposicionistas o críticas sean consideradas no aptas para viajar al extranjero. La nueva normatividad no aclara cuáles serán los criterios que excluirían a determinadas personas, ni quiénes los definen, ni si existe alguna instancia de apelación. Otra ventaja es que quienes utilizan este sistema ahora pueden permanecer fuera hasta por 24 meses, tras lo cual deben regresar o pierden sus condiciones ciudadanas. Finalmente, la nueva legislación no prohíbe, como la anterior, la emigración temporal de menores de edad, pero siempre que lo hagan con sus padres.

- Por la vía oficial, que atañe a personas que salen en misiones gubernamentales o de organizaciones afines: funcionarios, académicos, artistas y técnicos. Estos necesitan una institución oficial que patrocine el viaje. Si alguna persona que sale en uno de estos viajes decide no regresar a Cuba –oficialmente, «deserta»–, pierde todos sus derechos de ciudadanía, no puede regresar al país en varios años (formalmente, hasta cinco) y no se permite a su familia salir de la isla. Es decir, es condenado a una separación familiar por varios años.

Como antes apuntaba, todo el entramado de permisos, procesos burocráticos, filtros, prohibiciones, etc., constituyen piezas claves para la consecución de la obediencia política, tanto de los cubanos que han emigrado como de los que permanecen en la isla.

Muchos cubanos emigrados con posiciones políticas oposicionistas no son autorizados, ni siquiera en casos de emergencias familiares, a visitar la isla. Otros son autorizados, pero rechazados cuando llegan a tierra cubana, lo que incrementa el peso psicológico de la humillación. Es también usual que, como castigo a las posturas oposicionistas de algunos emigrados, sus familiares sean retenidos en Cuba, lo que impide la reunificación familiar. La historia reciente del país está plagada de hechos dramáticos de familias separadas, personas retenidas como rehenes y migrantes que han tenido que velar los últimos momentos de sus seres queridos en la lejanía, ante la negativa del gobierno a permitirles pisar la tierra en que nacieron.

Hacia el interior, el efecto es también paralizador. Todos los cubanos saben que el derecho a viajar depende de un buen comportamiento político. Y viajar no es para ellos únicamente una forma de resarcir el espíritu o de encontrarse con el mundo, sino también –y sobre todo– una manera de supervivencia en calidad de trabajadores temporales informales. Esto es particularmente cierto para los intelectuales, cuyas asistencias a congresos académicos, estancias investigativas o docencia en universidades extranjeras dependen de un alineamiento fundamental con las políticas gubernamentales.

Cada uno de los documentos requeridos para la migración tiene un precio en dólares regularmente inaccesible para una población que, como promedio, no gana más de 20 dólares mensuales, a menos que tenga familiares emigrados que asuman los costos. Los pagos que de aquí se derivan suman millones de dólares anuales que sostienen el costoso aparato de servicio exterior cubano. No obstante, la reforma migratoria produce en general un abaratamiento de todo el proceso –lo cual es positivo–, aunque no en la dimensión absoluta descripta por los entusiastas partisanos de la «actualización».

Es el caso, ya mencionado, de la supuesta derogación del permiso de salida y de la llamada «carta de invitación» (que en realidad generaba el propio Estado cubano), todo lo cual costaba unos 350 dólares. Ahora solo hay que pagar por el pasaporte, cuyo costo se ha incrementado de 55 a 100 dólares –alto en comparación con otros países–, pero el total sigue siendo muy inferior a lo que se pagaba antes.

No queda claro qué sucederá con otra gabela particularmente arbitraria por la cual el migrante temporal tenía que pagar al consulado cubano una suma de entre 40 y 150 dólares por cada mes que permaneciera en el país receptor. De manera que, si un cubano decidía permanecer de visita en EEUU por los 11 meses autorizados por el gobierno cubano, debía pagar al final por los diez meses últimos de la estancia hasta un total de 1.500 dólares; y si lo hacía en República Dominicana, la suma ascendía a 600. Aunque es presumible, y saludable, que este atropello al bolsillo de los migrantes haya sido eliminado, la legislación conocida hasta el momento no menciona el asunto, como si la vergüenza propia hubiera bloqueado la locuacidad de los funcionarios cubanos.

El pasaporte es otro perfil crematístico de la relación del Estado con la emigración. Solo tiene 32 páginas y, aunque tiene validez por seis años, ha de ser habilitado cada dos años con pagos consulares cercanos a los 100 dólares cada vez. Su emisión en el extranjero cuesta 200 dólares y en Cuba, 100. El uso de pasaporte cubano es obligatorio para visitar Cuba aun cuando la persona haya renunciado a la ciudadanía, de manera que si un migrante es ciudadano de cualquier otro país y decide visitar la isla tiene que hacerlo con pasaporte cubano, a pesar de que la Constitución cubana no reconoce la doble nacionalidad. Todo un nudo contradictorio en el que confluyen, tomados de la mano, Marte y Mercurio.

Los dilemas

Creo que todo lo que beneficie a la población cubana, lo que alivie el peso de esas inmensas coyundas enervantes que le impone su régimen político, simplifique la vida de la gente y le ahorre sufrimientos, es conveniente. Lo que se ha hecho apunta en esa dirección: se han flexibilizado gestiones, se han reducido gabelas irritantes y se van a facilitar los contactos de los cubanos insulares y emigrados. Muchos familiares y amigos tendrán ahora menos dificultades para encontrarse, y muchos compatriotas tendrán que perder menos dinero pagando los servicios consulares onerosos. Es posible que se incremente la salida temporal de cubanos, que estarán en otros lugares por más tiempo, con los beneficios que esto puede reportar. Por esto y por muchas otras razones, la reforma migratoria es positiva.

Por otra parte, la «actualización» genera un terreno menos enconado para una relación más intensa con un sector emigrado técnico y empresarial que puede realizar aportes significativos a la postrada economía insular, tanto en términos de capitales como de know how y capital social. De hecho, este tipo de relación ya ha estado funcionando y buena parte de los negocios privados pequeños que se han establecido en la capital –y que constituyen la única fuente creciente de empleos– se han fomentado con un dinero semilla proveniente de los emigrados.

Nada de esto justifica, sin embargo, el desafortunado entusiasmo de una serie de actores dentro y fuera de la isla –gobiernos, grupos académicos, intelectuales, asociaciones de emigrados subordinadas al gobierno cubano– que han proclamado esta reforma como un «salto cualitativo» trascendental en la evolución nacional. Como antes apuntaba, estos desafueros elogiosos han estado motivados por el tacto diplomático, por la complicidad/lealtad o por la ignorancia. Pero tienen en común una fuerte dosis de irresponsabilidad política y ética.

Ante todo, porque la reforma deja en pie –ni siquiera conmueve– el principio autoritario de que la sociedad cubana no tiene un derecho inalienable al libre tránsito, lo que sigue dejando a Cuba en un lugar muy poco estimulante en el plano mundial. Y lo que es más importante, la reforma deja a miles de cubanos sin la potestad para viajar fuera de la isla, sean opositores, críticos, científicos, profesionales o atletas. Miles de familias seguirán separadas por la persistencia del castigo a quienes emigran irregularmente y de la práctica de mantener a las familias como rehenes. Y lo que es más importante, la reforma deja a toda la sociedad cubana expuesta a un mismo tratamiento represivo, en la misma medida en que lo que no es un derecho para todos, no lo es para nadie. No pasará mucho tiempo antes de que la excitación de los titulares que anuncian el fin de una época ceda el paso al descubrimiento de que asistimos al remozamiento de la que hemos vivido.

La otra cuestión que merece ser resaltada es que la reforma es extremadamente parca respecto a los dos millones de cubanos que viven fuera de la isla. Este 20% de la población es la franja más dinámica de la sociedad transnacional cubana. De hecho, buena parte de la población insular se alimenta, se viste y se cura con los ahorros de los emigrados, quienes de paso ceban espectacularmente el fisco local mediante impuestos, servicios consulares y altos precios de los productos en las tiendas estatales cubanas. Los emigrados son un porcentaje muy alto de los turistas que se registran cada año y que gastan en la isla. Constituyen un área muy dinámica económica, social y culturalmente; y, de hecho, la única franja de población cubana que crece, pues la población insular se encuentra en franco decrecimiento.

A pesar de todo esto, los cambios para ellos son ridículos: alargamiento de estancias durante sus visitas a la isla. No se ha hecho alusión, por ejemplo, a la prohibición de la doble ciudadanía, cuya derogación mediante reforma constitucional hubiera significado una señal muy positiva realmente cualitativa. Tampoco hay una voluntad de motivar legalmente las inversiones pequeñas y medianas de estos desterrados, o la autorización a tener propiedades en la isla en que nacieron. El regreso a su país de origen sigue estando pendiente del mismo tipo de permiso gubernamental que autoriza a salir a los que están adentro.

De cualquier manera, más allá de los devaneos de la elite política, la sociedad transnacional cubana continúa su evolución. Los contactos se incrementan y se generan nuevos campos sociales transnacionales que tratan de recuperar el tiempo perdido tras muchos años de hostilidades y desconfianzas. Sucede en todas las esferas –la economía, la cultura, las religiones– y, curiosamente, también en el campo de la política.

No es que esto último –los campos sociales politizados– sea algo nuevo. Siempre el gobierno cubano contó a su favor con una franja de partisanos, de igual manera que los opositores internos contaron con apoyos. En esto ha habido de todo, desde creyentes sinceros hasta negociantes de ambas filosofías, castristas y anticastristas. Pero mientras se trató básicamente de dos posicionamientos polarizados, a favor y en contra, todo fue más sencillo para los dirigentes cubanos, expertos en el manejo de conflictos binarios.

Lo que es nuevo es que estos campos politizados transnacionales se multiplican en la misma medida en que se multiplican los posicionamientos políticos en torno de Cuba. El caso más evidente es la formación de un campo centrado en la Iglesia católica favorable a una transición ordenada y de entendimiento con la elite política, y en el que se aglutinan intelectuales, empresarios, activistas, profesionales en su mayoría católicos y conservadores. Y lo que podría ser aún más interesante serían las relaciones eventuales entre grupos y personalidades emigradas y contrapartes insulares en torno de acciones concretas, incluso en el campo de la izquierda política. Son signos de los tiempos y de una sociedad transnacional que de hecho se mueve y que lo seguirá haciendo bordeando los obstáculos. Eventualmente, pasando por encima de ellos.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Eppur si muove en Cuba


Aunque desde perspectivas foráneas podría parecer que poco ha cambiado en Cuba, la realidad es que, aunque no las estructuras políticas fundamentales, muchas cosas se mueven en la isla. La emergencia del cuentapropismo les está dibujando un nuevo rostro a las ciudades y la vida cotidiana se mueve al ritmo de reformas que plantean más preguntas que respuestas. Los constantes debates que se producen en la «intranet» cubana sobre temas como la corrupción, el racismo, la necesidad de democratización, la homofobia, la creación cultural y sus libertades o el derecho a migrar podrían ser botones de muestra de la efervescencia que se respira.


A lo largo del último lustro, la palabra «cambio» ha ido perdiendo su connotación políticamente diabólica en Cuba. Tan terrible resultaba la sola mención (y hasta el sueño) de una posibilidad de «cambios», que en el año 2002 incluso se modificó la Constitución para patentar, en la ley suprema, que en el país nada cambiaría, por los siglos de los siglos. Aunque desde las perspectivas del materialismo dialéctico que deberían regir las doctrinas socialistas cubanas la inmovilidad perpetua no resulta algo precisamente muy pertinente, de forma constitucional se legisló y aprobó la irrevocabilidad del sistema socioeconómico establecido, o sea, el socialismo, pues «Cuba no volverá jamás al capitalismo», según concluye el texto en una de sus adecuaciones.

La grave situación económica y social que desde entonces se fue perfilando en el país (recién salido de la devastadora crisis de la década de 1990, el eufemísticamente llamado «Periodo Especial en tiempos de paz») venía marcada por lastres como la improductividad de la empresa socialista, la ineficiencia de los sistemas de producción y distribución de productos agropecuarios, la corrupción en los más diversos niveles y frentes, el desvarío de la política del pleno empleo (las conocidas «plantillas infladas»), la fuga de profesionales –en especial profesores e incluso médicos e ingenieros– hacia otras actividades más rentables como la industria turística o la conducción de taxis clandestinos (el «boteo»), en fin, el resquebrajamiento de los órdenes económicos, sociales y hasta morales.

La conjunción de estas problemáticas fue creciendo en el país e hizo aún más evidente la necesidad de que, siempre dentro del sistema político del partido único (el comunista), desde las altas esferas de decisión se comenzara a clamar por la introducción de aquello que el propio presidente Raúl Castro, ya convertido de manera oficial en relevo del enfermo líder histórico, llamó «cambios estructurales y conceptuales». Unos movimientos casi todos centrados en la esfera económica, que han ido dando forma muy lentamente al nuevo rostro de la vida cubana... con proverbial cautela, pero lo van moldeando y haciendo diferente. En pocas palabras: lo van cambiando.

Los nuevos cuentapropistas

Aunque desde perspectivas foráneas bien puede parecer que en Cuba pocas cosas han sufrido mutaciones, la realidad es que, sin llegar a tocar las estructuras políticas fundamentales, muchas han sido las transformaciones emprendidas. Y si sus resultados aún son poco visibles o esenciales, se debe más a la falta de profundidad hasta ahora alcanzada que a una cuestión numérica. Porque justamente esa falta de movimientos más radicales y los pírricos resultados obtenidos con algunos de los cambios efectuados advierten de la necesidad de llegar a asuntos de fondo, al menos en las estructuras económicas de la nación caribeña.

Entre las diversas transformaciones ya emprendidas y en proceso de ampliación, quizás la más notable sea la revitalización y ampliación del trabajo por cuenta propia, o sea, el empleo individual o en pequeñas empresas al margen del Estado, aunque limitadas por este para que no se conviertan en grandes generadoras de ganancias. Se trata, por lo general, de oficios simples (algunos de ellos decimonónicos: aguateros, reparadores de monturas o de paraguas, etc.) y algunos servicios, sobre todo gastronómicos.

Dos elementos, entre otros, movieron a tomar una decisión que en la práctica derogaba la política de la «ofensiva revolucionaria» de 1968; esta, en un exceso de ortodoxia y afán de control, eliminó casi todas las formas de producción privadas sobrevivientes de las grandes intervenciones y nacionalizaciones de los primeros años revolucionarios y las colocó –y casi siempre destruyó– en manos del totalizador Estado socialista cubano. Cierto es que a mediados de 1990, cuando la crisis ajustó hasta la asfixia los cinturones de los cubanos, se admitió la reapertura de esa posibilidad laboral, pero de forma tan limitada y asediada que muy pocos de los que entonces optaron por sumarse a ella lograron sobrevivir a las tasas impositivas, los continuos chequeos y el pequeño espacio comercial que les fue concedido para su desarrollo. Resulta evidente que a esa solución de emergencia le faltó una verdadera voluntad política capaz de alentar el trabajo privado (que implica una cuota de independencia social y económica para el individuo), el cual ahora, según los discursos oficiales, tiene todo el apoyo del gobierno... pago de impuestos mediante.

Los elementos en juego en estos momentos han sido, primero, la evidencia al fin reconocida de que el Estado/gobierno era incapaz de mantener en sus puestos de trabajo a la casi totalidad de la población laboral activa, buena parte de la cual, como bien dice el cubano de a pie, «hacía como que trabajaba, mientras el gobierno hacía como que le pagaba», pues ni eran lo suficientemente productivos o necesarios en sus labores ni podían vivir con los salarios oficiales en un país en el que el costo de la vida durante las dos últimas décadas se ha multiplicado por cinco, diez y hasta 20 veces –o más, según el producto o servicio–, y los sueldos apenas se han duplicado.

Esta realidad llevó a los analistas económicos al gran descubrimiento de que alrededor de un millón de trabajadores estatales (una cuarta parte de la fuerza laboral activa) resultaban prescindibles. Más aún, debían ser racionalizados (despedidos), y la única vía para encontrarles una alternativa de supervivencia constituía en darles la opción del trabajo por cuenta propia o el aliento al cooperativismo... Se ampliaron entonces los posibles rubros de labor y se flexibilizaron muchas prohibiciones, aunque no se tuvo demasiado en cuenta la dificultad que puede entrañar para una secretaria de 50 años convertirse en dulcera, para un arquitecto, en albañil, para un técnico de cualquier rama, en vendedor de frutas con una carretilla callejera como las que hoy pululan por las calles de todas las ciudades cubanas.

El segundo factor radicaba en la propia improductividad de muchas empresas que, hoy mismo, corren el riesgo de ser desmontadas a menos que mejoren sus niveles de eficiencia, según lo han dictaminado los últimos documentos aprobados por el Partido/gobierno. Todo este movimiento de personal humano hacia actividades productivas o de servicios no regidas por el Estado garantizaría además una fuente de ingresos notables para el país, por la simple recolección de impuestos que cada cuentapropista debe pagar por el derecho a ejercer su trabajo y por las ganancias obtenidas, a lo cual se suma el pago de una cuota a la seguridad social.

En esos movimientos laborales y estrategias de búsqueda de eficiencia económica emprendidos por el presidente Raúl Castro y su renovado equipo de gobierno, entró a jugar un papel protagónico el dramático rubro de la producción de alimentos. Como bien se sabe, la favorable ubicación geográfica de Cuba, la fertilidad de sus suelos y hasta el grado de desarrollo técnico de muchos de sus habitantes hacían del país un sitio ideal para tener una industria agropecuaria potente e incluso competitiva. Pero ni en la agricultura ni en la ganadería, por las estructuras políticas y organizativas establecidas y por las prohibiciones para la comercialización de producciones (entre otras causas), se concretó esa posibilidad.

Tras el drástico desmontaje de una parte considerable de la industria azucarera, ejecutado en un momento en el cual los precios del azúcar no eran los más apetecibles y cuando el coste de producción cubano los hacía definitivamente despreciables, al mismo tiempo en que se cerraban muchas centrales azucareras (por demás, todo un símbolo nacional cubano), un porcentaje importante de tierras de cultivo quedaron «ociosas», sumadas a otras que, en manos del Estado, ya ostentaban tal condición desde hacía décadas.

Una nueva repartición de esas tierras entre viejos y nuevos campesinos, o recién creadas cooperativas agropecuarias, se ha ido desarrollando por el sistema de usufructo, con el propósito de revertir una de las realidades que más agobian al gobierno cubano: el hecho de que se debe importar entre 70% y 80% de los productos alimenticios consumidos en el país, con la consiguiente derogación de unas siempre escasas divisas. La entrega de tierras en usufructo, en cantidades crecientes y por periodos que se han ido extendiendo, no parece haber dado, sin embargo, resultados demasiado alentadores, al menos al día de hoy. Los propios datos oficiales muestran que, salvo algún incremento en la producción de arroz y frijoles, el resto de los rubros productivos anda por niveles inferiores a los del año 2007, justo cuando se comenzó a pergeñar el plan de reformas...

¿Y cómo viven esos cambios los cubanos?

El salario promedio que paga el Estado a un trabajador ronda los 450 pesos cubanos, o sea, alrededor de unos 25 dólares. Pero al mismo tiempo que se han ido reduciendo las ofertas subvencionadas por la canasta básica (mediante la cartilla de racionamiento establecida hace medio siglo), la gran mayoría de los productos han aumentado su precio, tanto los que se venden en moneda nacional como en el peso cubano convertible (CUC), equivalente a unos 90 centavos de dólar. En dos palabras: el salario real es cada vez más magro.

Para la mayoría de los ciudadanos del país, la medida de todas las cosas se podría simbolizar con dos productos que han adquirido la cualidad de emblemáticos: el aguacate y el litro de aceite de soya o girasol. El primero, vendido en la moneda nacional por los carretilleros ambulantes, suele rondar un precio de 10 pesos. El segundo, importado de diversos países y expendido en las tiendas estatales recaudadoras de divisas, alcanza los 2,50 CUC, o sea, unos 60 pesos cubanos al cambio actual... Y la pregunta se repite, me la repito, nos la repetimos, sin que al final encontremos todas las respuestas o las más lógicas: ¿cómo un trabajador que devenga al día unos 20 pesos puede invertir la mitad de su salario en un simple aguacate? Y ¿cómo puede dedicar una octava parte de su ganancia mensual a la adquisición de un litro de aceite de soya? Este es, sin duda, uno de los grandes misterios cubanos, al cual el gobierno ha respondido con la confesión de que entiende que los salarios son insuficientes para vivir, pero que, mientras no aumenten los niveles de productividad y se «desinflen» las plantillas laborales, no será posible subir los sueldos y empezar a equilibrar esta extraña relación... que es absolutamente normal y cotidiana en un país donde nadie se muere de hambre... Quizás por obra divina –esa podría ser una respuesta, ¿no?–. A sobrevivir en esas condiciones los cubanos lo llaman «inventar» y lo engloban en el polisémico verbo «resolver».

El movimiento social que ha ido produciendo la revitalización del trabajo por cuenta propia ha servido para que una parte de la población obtenga mayores beneficios con su trabajo, a pesar de la carestía de los insumos y los impuestos que deben abonar. En esta búsqueda de horizontes de esperanzas, han ido apareciendo los nuevos «empresarios» (es un decir); se trata de cubanos que han montado refinados restaurantes, hostales en casas que alguna vez pertenecieron a la alta burguesía cubana (inmuebles ubicados en los mejores barrios de la ciudad y que muchas veces sus padres o abuelos obtuvieron gratuitamente por sus méritos revolucionarios), talleres de reparación de diversos equipos, incluidos teléfonos celulares y hasta iPhones que en las casas matrices habían dado por muertos. Las ganancias que obtienen algunos de estos emprendedores/empresarios (en realidad, un porcentaje ínfimo de la población) comienzan a ser notables y, para poder realizar su faena productiva o de servicios, hoy tienen autorización para contratar empleados, que perciben salarios muy superiores a los que, en promedio, paga el Estado. La relación entre esos empresarios y sus trabajadores, aun tratándose de pequeños negocios, ¿es la que había concebido el socialismo cubano? ¿O vuelve a ser la vieja fórmula de patrón-empleado? Esta es otra de esas preguntas que circulan en Cuba sin que haya una sola y convincente respuesta.

Como resulta fácil colegir, no todos los cubanos tienen alma, habilidad o posibilidades empresariales. De esa realidad comienza ya a desprenderse la evidencia de que la homogeneidad social y económica patentada por el sistema comienza a dilatarse y a permitir la aparición de capas o sectores que disfrutan de posibilidades de consumo con las cuales otros ni sueñan. O sí... pero en otro sitio de la geografía planetaria.

El fenómeno de la migración es común en América Latina desde hace dos siglos y ha sido alentado por las más diversas razones, que van de las políticas a las económicas. Y en el caso cubano de los tiempos recientes, mezcladas ambas razones (y añadidas las sentimentales), se está viviendo un proceso a mi juicio preocupante: el de la pérdida de capital humano con suficiente (y hasta alta) preparación intelectual y técnica. Mientras los ciudadanos del país esperaban la llegada de una muchas veces anunciada reforma migratoria prometida por el gobierno (y finalmente hecha pública el pasado mes de octubre con las «reservas» previstas respecto a las posibilidades de migrar de los profesionales), en verdad el flujo hacia el exterior de jóvenes con preparación cultural y técnica media y alta es un goteo que más bien fluye como un arroyo. Aunque las leyes migratorias cubanas, incluso con las modificaciones recientes, ponen diversas trabas a ese movimiento, son cientos los jóvenes ingenieros, informáticos, médicos, humanistas (y no olvidemos a los deportistas) que prefieren poner mar por medio e, incluso en tiempos de crisis económica global, apostar su futuro a la búsqueda de un espacio de desarrollo personal y económico que para ellos su país no puede ofrecerles. Esta descapitalización de inteligencia entraña, sin duda, una de las pérdidas más costosas que está sufriendo un país en donde las personas de mi generación –entre 45 y 65 años– han comenzado a llamarse «los PA», padres abandonados... por los hijos que salen a probar su suerte por el ancho mundo.

No obstante, la propia existencia de esa inmigración difícil pero continua ha potenciado la presencia de una alternativa económica que tiene un peso indiscutible en la economía familiar y en la nacional: el envío de remesas de divisas desde el exterior. Ese dinero aportado por los familiares desde los diversos puntos del planeta en realidad no suele alcanzar grandes cantidades, pero en el contexto cubano su peso llega a ser enorme, habida cuenta de que si un médico gana al mes un promedio de 40 dólares por su valiosa labor, cualquier hijo de vecino puede recibir una cantidad similar o mayor enviada por un pariente y vivir del dolce far niente, y dedicarse, como se dice en el país, «al invento»... y no precisamente para el bien de la ciencia y la humanidad.

El fin del igualitarismo

Pero mientras se esperaba la llegada de las reformas migratorias que normalizarán (o no) esta peculiar relación cubana con el derecho (o no) a viajar libremente, se ha ido poniendo en práctica en estos años otro grupo importante de modificaciones al entramado legal inmovilista y burocrático imperante. Estas modificaciones van desde la posibilidad de que los cubanos puedan abrir líneas de teléfonos celulares, comprar equipos de computación (lo cual no garantiza que luego tengan acceso a internet) o alojarse en los hoteles turísticos (siempre que paguen esos bienes y servicios en los ya mentados CUC, a precios a veces muy elevados), hasta la más reciente de que los propietarios de autos fabricados después de ¡1960! puedan vender a otro cubano su vehículo y, sobre todo, la de que los propietarios de inmuebles puedan hacer lo mismo con sus casas, dos medidas que parecen la revocación de edictos medievales y que, sin embargo, han puesto a circular una cantidad notable de dinero en el país.

De este modo, la sociedad cubana, sin que pueda hablarse de fracturas extremas o de nuevas clases sociales «capitalistas», se ha ido atomizando en sectores que dependen de su función económica o de su cercanía al dinero, llegado por una u otra vía. Una de esas vías es la consabida corrupción, contra la cual el gobierno ha emprendido una guerra frontal cuyos resultados más notables a veces conocemos gracias a la cautelosa prensa nacional. Pero el hecho es que, con los cambios, el igualitarismo socialista ya no funciona del mismo modo, ni por parte del gobierno, ni por parte de los ciudadanos.

El proceso de reformas emprendido en la isla ha tenido uno de sus puntos más álgidos y controversiales en la relación que no ha podido establecer la sociedad con el universo de las llamadas «nuevas tecnologías», sin duda esencial para el desarrollo humano y económico en el mundo actual. Hasta ahora, la gran dificultad para que los cubanos tuvieran un acceso normal a internet y todos sus otros beneficios había tenido una pesada justificación: la imposibilidad del país de conectarse a los cables de transmisión de datos, pues estos pertenecen en parte o totalmente a compañías norteamericanas y, por la ley del embargo, Cuba quedaba excluida de la posibilidad de acceder a ellos. De esta forma, las comunicaciones debían (deben) establecerse por vía satelital, más lenta y costosa, incapaz de satisfacer las demandas de todos los posibles usuarios. Por tal condición, el acceso tanto al correo electrónico como a internet ha estado limitado solo a personas debidamente autorizadas por alguna entidad oficial, o abierto al uso de trabajadores o estudiantes de ciertos centros (universidades, algunas oficinas, departamentos de investigación).

Pero la llegada a las costas cubanas de un cable tendido desde Venezuela, que multiplicaría por varios miles de veces la velocidad y capacidad de conectividad, fue anunciada por los medios oficiales como un gran cambio que revolucionaría los procesos de transmisión y recepción de datos, imágenes, señales televisivas. El cable, cuya llegada a Cuba fue publicada, solo debía esperar su inauguración cuando fuese dado de alta «operativa»... algo que meses más tarde, sin que se sepa la razón, todavía no ha ocurrido. ¿Llegó o no llegó el cable? ¿No funciona por dificultades tecnológicas o por una decisión política?... ¿O, como asegura mucha gente en las calles del país, su colocación y funcionamiento sufrieron los embates de la corrupción?

Sea por cualquiera de estas razones, lo cierto es que la internet rápida no funciona en la isla, sin que se haya explicado el porqué, y su inexistencia no solo afecta las posibilidades de comunicación de los ciudadanos que eventualmente, quizás, tendrían la autorización de utilizarla, sino que implica a todo un país que, si en verdad quiere cambiar, tendrá que hacerlo con los instrumentos de las nuevas tecnologías, el único camino posible para que una sociedad y su economía funcionen con los códigos globales del siglo XXI en el que avanzamos...

La extraordinaria peculiaridad de la sociedad cubana radica en la necesidad de cambios que la acerquen al mundo en que vivimos, pero sin que esos movimientos impliquen una posible transformación de sus esferas políticas y económicas fundamentales, como lo han refrendado los documentos y discursos partidistas y gubernamentales de los últimos años.

Pero si la política y la economía no han cambiado en lo esencial, el entramado social sí se ha puesto en movimiento, con avances y retrocesos, pero con una nueva perspectiva de aspiraciones, posibilidades, derechos exigidos por los ciudadanos de acuerdo con las nuevas condiciones y realidades que se han ido creando. Los constantes debates que se producen en la «intranet» cubana (la red que da servicio de correo electrónico) respecto a temas como la corrupción, el racismo, la necesidad de democratizar estructuras, la homofobia, la creación cultural y sus libertades, el derecho a migrar, el ritmo de los cambios anunciados, el impulso al cooperativismo, el resurgimiento de relaciones económicas de dependencia entre los individuos y no solo con el Estado, la muy impopular Ley de Aduanas recientemente estrenada, podrían ser botones de muestra de esta efervescencia que se respira. Lamentablemente, solo un porcentaje no muy alto de la población tiene normal y fácil acceso a esos intercambios de ideas... Pero incluso una parte de esos afortunados, y sobre todo el resto de los cubanos que transitan hoy la «siempre fiel isla de Cuba» y compran aguacates a diez pesos, sí tienen una percepción de lo que se vive en la calle que, según el dicho cubano, «está durísima». Y se hacen preguntas para las que muchas veces no tienen respuestas.