lunes, 19 de noviembre de 2012

Las encrucijadas de la política migratoria cubana


La migración constituye hoy una pieza clave de la realidad cubana. Buena parte del consumo familiar depende de las remesas, mientras que el Estado compensa sus crónicos déficits financieros exigiendo una serie de pagos leoninos por servicios diversos. Al mismo tiempo, los migrantes han sido despojados de todos sus derechos ciudadanos, incluyendo el de volver a vivir en el país en que nacieron. Hace más de un año, Raúl Castro anunció una «actualización» migratoria que levantó numerosas expectativas. Cuando finalmente se dio a conocer el contenido de la reforma, todo indica que se trata de pasos muy parciales, ciertamente positivos, pero que no dan solución a un problema que la sociedad cubana, eminentemente transnacional, debe resolver.

Si consideramos que el general Raúl Castro lleva seis años al frente del gobierno cubano y evaluamos lo que ha logrado hacer, no hay más remedio que pensar que su llamada «actualización del modelo» solo ha estado arañando la superficie de lo que supuestamente quiere cambiar. Ni siquiera nos queda claro qué significa «actualización», mucho menos las implicaciones de la palabra «modelo» en un país donde la asistematicidad ha sido la cualidad principal de la gestión pública. Y luego, todo se hace, dice el general/presidente, «sin prisa pero sin pausa», lo que en realidad significa un ritmo lento y cansón, fatal para una sociedad que se empobrece, se aburre y decrece demográficamente. Le sucede con todo lo que toca y le ha sucedido de manera muy particular con lo que ha denominado la «actualización migratoria».

Durante 14 meses –desde agosto de 2011 hasta octubre de 2012– los cubanos vivieron pendientes de la anunciada reforma, un tema vital para una sociedad que es eminentemente transnacional. Catorce meses en que la población sospechaba que algo se movía, pero no conocía qué temas, ni los timings acordados, ni si finalmente iban a ser consultados sobre un asunto tan delicado que a todos concernía.

Por fin, el 16 de octubre de 2012 fueron publicados en la Gaceta Oficial tres decretos leyes y una decena de resoluciones que modifican la ley 1.312 de 1976, una ley que nadie tomaba en cuenta pues el tema migratorio estaba regido por reglamentos y prácticas solapados y dictados de acuerdo con las coyunturas, y que tenían como denominador común un concepto restrictivo de la migración y una ambición expoliadora de su uso.

Cuando se contrastan los contenidos de las modificaciones con el tiempo empleado en la elaboración de la propuesta legal, y a ello se adiciona el impenetrable secretismo que moldeó todo el proceso, no queda más remedio que reconocer que ha sido un asunto arduo y complejo para la elite política posrevolucionaria. Los resultados obtenidos –aunque positivos– dejan los problemas fundamentales en el mismo lugar en que estaban y la mayoría de los vítores granjeados tiene tres fuentes: la lealtad política, la diplomacia o la ignorancia. En ningún caso, un ejercicio crítico bien informado.

En mi opinión, la dilación y lo magro de las decisiones han estado ligados a tres tipos de problemas. El primero de ellos se refiere a la dificultad para satisfacer los requerimientos del deber ser de cara a las exigencias de la gobernabilidad. Inobjetablemente, Cuba –a pesar de que es signataria de todos los acuerdos internacionales al respecto– muestra uno de los regímenes migratorios más excluyentes y arcaicos a escala planetaria, y su mantenimiento sin variaciones tiene costos morales y políticos inevitables. Pero, al mismo tiempo, no puede perderse de vista que todos los candados migratorios existentes –muchos y muy onerosos– son parte de un sistema de control político autoritario que no puede ser afectado más allá de muy escuetos límites.

La segunda cuestión se refiere a los usos de la emigración. Durante muchos años, los migrantes han sido tratados como bestias pardas y presentados a la población como la negación misma de la dignidad patria, antítesis de la realización nacional. Este uso político ha sido matizado desde fines de la década de 1970, cuando se inició un uso económico de los migrantes como remesadores, y sobre todo desde los años 90, cuando las remesas pasaron a ser un componente vital de la economía insular, del consumo popular y de la propia gobernabilidad de un sistema marcado por recurrentes crisis económicas. El dilema que viene enfrentando la clase política cubana reside en decidir qué usos son más provechosos y pertinentes a la luz del esfuerzo del gobierno por remontar la presente situación de debacle económica sin alterar el régimen político. Esto coloca el asunto justo en el centro de una relación muy tensa entre la política y la economía.

Y, finalmente, los temas cruzan a la propia elite política posrevolucionaria y separan a sus dos fracciones: la burocracia rentista afincada en el Partido Comunista (PCC) y la tecnocracia empresarial incubada en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Ambas coinciden, por mero instinto de conservación, en que el asunto de la migración no debe ligarse al otro tema, siempre espinoso, de los derechos civiles y políticos de los cubanos, y por tanto concuerdan en reservarse a sí mismas la potestad para otorgar permisos y retirar anuencias. Pero las diferencias afloran en el tema económico. Mientras la primera apuesta por el mantenimiento, en lo fundamental, del actual régimen migratorio y la exacción económica de la diáspora por las vías fiscal y de precios, la segunda estaría dispuesta a un uso más intensivo de los ahorros de los migrantes (por el momento, la inversión a mayor escala es dificultada por la Ley Helms-Burton) y de su fuerza política en un lobby antiembargo/bloqueo más efectivo. Y estas discrepancias, aun cuando existan poderosos consensos políticos, son siempre incómodas en un sistema que, como el hielo, no solo es duro y frío, sino también sorprendentemente frágil.Por supuesto que el resultado alcanzado con la «actualización migratoria», a la que me referiré más adelante, tiene una historia y un contexto que vale la pena recordar.

Un poco de historia

La emigración cubana es fundamentalmente un hecho posrevolucionario. El triunfo insurreccional de 1959, con sus políticas redistributivas y nacionalistas, provocó varios flujos clasistas que Silvia Pedraza, en un libro apasionante, define en cinco olas. Inicialmente se trató de los funcionarios y las familias burguesas más comprometidas con la dictadura batistiana; luego, del resto de la burguesía, y más adelante, de la clase media asustada por la radicalidad revolucionaria que –adornada con los inevitables alardes de «austeridad plebeya»– fue identificada como comunismo. En toda esta primera etapa, la emigración fue un instrumento de presión que EEUU y la contrarrevolución local usaron contra la entonces joven revolución popular.

Estos flujos se han continuado a lo largo de medio siglo, salpicados por explosiones masivas como las que tuvieron lugar a través del puerto de Mariel en 1980 y a lo largo de toda la costa Norte en 1994. Pero inevitablemente cambiaron su composición social y fueron engrosados por familias trabajadoras y por jóvenes que nunca conocieron otra realidad que la sociedad posrevolucionaria. Eran, desde cierto ángulo, los «hombres nuevos» frustrados de una revolución hipotecada. Pero desde otro, eran simplemente migrantes que buscaban mejores horizontes económicos en un país desarrollado donde ya existía una atractiva cabeza de playa.

Se calcula que esta migración involucra a unos dos millones de personas en todo el planeta, de las que 1,8 millones –según el censo estadounidense de 2010– residen en EEUU (1,2 millones viven en la porción sur de la Florida, en torno de la controvertida ciudad de Miami). En este sentido, Cuba está en una situación similar a la de otros países caribeños, pero guarda algunas diferencias cruciales para el tema que nos ocupa –sobre todo en relación con su comunidad asentada en EEUU–, a las que me refiero brevemente a continuación:

- La naturaleza social de la emigración cubana es única en el hemisferio. Se compuso inicialmente de clases medias y alta, y luego de grupos de jóvenes con niveles apreciables de educación que habían aprovechado la movilidad social ascendente del hecho revolucionario. Por ser parte inevitable de un conflicto político binacional, fueron beneficiados con un régimen de incorporación muy auspicioso adornado con normativas como la problemática Ley de Ajuste Cubano, becas y otros apoyos que no tuvieron otras minorías. En consecuencia, es una comunidad muy boyante económicamente y que ha logrado posiciones importantes en el sistema político estadounidense. Según algunos cálculos, la suma del valor de los 150.000 negocios cubanoamericanos en el sur de la Florida es muy cercana a la mitad del PIB insular del año 2010 y varias veces las exportaciones de productos y servicios de la isla. En la actualidad, varios congresistas son de origen cubano, y la fuerte concentración en un estado tan decisivo electoralmente como Florida los convierte en actores cuya importancia política rebasa con mucho el peso demográfico de los migrantes cubanos.

- En un principio, era una migración marcadamente política, y estos primeros inmigrantes politizaron toda la matriz de inserción posterior, haciendo del anticastrismo oficio y religión. Aunque los migrantes posteriores se acercaron más a lo que hoy se llama «emigración económica», fueron sometidos a vejaciones, expropiaciones y a la estigmatización por parte del Estado cubano, que los consideró despreciables desgajamientos del cuerpo nacional. En consecuencia, ha sido una comunidad permeada por un fuerte sentimiento anticomunista, lo que la ubica en la derecha del espectro político –regularmente alineada con el Partido Republicano– pero muy liberal en temas sociales como pueden ser el aborto o las uniones de homosexuales. Los cubanos emigrados tienden a denominarse «exiliados» a pesar de que muy pocos lo son realmente. Todos son, sin embargo, desterrados. Vale la pena aclarar que las políticas del gobierno cubano hacia la emigración han experimentado flexibilizaciones, en la misma medida en que cambiaba la composición social y la relación económica. Hace cuatro décadas, los cubanos estaban impedidos absolutamente de viajar al extranjero, a menos que lo hicieran por alguna razón oficial o para abandonar definitivamente el país. Los emigrados, por su parte, no podían regresar al país ni siquiera a visitar a sus familiares en casos de emergencia. Hoy pueden hacer ambas cosas y hay diversas modalidades para ello.

Pero las flexibilizaciones experimentadas a lo largo de seis décadas no han afectado la potestad absoluta del Estado cubano para permitir y prohibir en una materia en la que deberían primar los derechos ciudadanos al libre tránsito, tal y como ocurre a escala planetaria y como se contempla en los varios acuerdos internacionales que el gobierno cubano ha suscripto. Esos derechos ciudadanos han sido secuestrados o vendidos, y no parece que la «actualización» del pasado 16 de octubre haga una diferencia cualitativa en este sentido.

La conjunción de Marte y Mercurio

La situación migratoria cubana es tan abigarrada que con frecuencia escapa al entendimiento de los observadores distantes. Para que el lector tenga una idea más completa de lo que ha sucedido con la última reforma migratoria, es conveniente explicar cuál era la situación precedente y cuáles han sido los cambios que se han producido.

Ciertamente, un ejercicio complejo por dos razones. La primera, porque se trata de una situación que no existe en casi ningún otro lugar y por consiguiente sus conceptos y categorías son incomprensibles para muchas personas. La segunda, porque la normatividad es tan fragmentada, solapada y discrecional, que todavía no es posible entender –hasta que la práctica lo defina– si algunos procedimientos siguen en pie o si son parte de la historia.

Para los ciudadanos cubanos que residen en la isla hay cuatro maneras legales de viajar al extranjero:

- Con un estatus excepcional llamado «permiso de residencia en el exterior», mediante el cual la persona puede entrar y salir casi libremente cuando lo considere necesario, aunque solo puede permanecer en el país por un tiempo limitado. Se otorga a personas que se han casado con extranjeros, a funcionarios autorizados y a miembros prominentes de la elite política, intelectual o sus familiares. Es un privilegio otorgado –y revocable si la persona mostrara algún tipo de comportamiento no aceptable para el régimen– y sus usufructuarios son una ínfima minoría. Respecto a ellos, la reforma acordada les extiende el plazo de permanencia anual en el país a seis meses.

- La salida «definitiva»: en este caso, la persona que emigra no puede regresar a vivir a Cuba y pierde todos sus derechos ciudadanos. Es la condición de la mayoría de los emigrados, a los que se suman los miles de cubanos que emigran ilegalmente, en balsas o tanteando las fronteras con México y Canadá. La reforma les concede dos ventajas. La primera es que reafirma la potestad de vender o traspasar sus propiedades antes de irse (antes eran expropiados), lo cual ya había sido acordado en la nueva ley de la vivienda de 2011; es decir, les permite un beneficio económico de venta, pero no poseer una propiedad en el país en que nacieron. La segunda es que pueden permanecer en el país hasta por tres meses cada año, contra solo un mes anteriormente. Estas personas pueden solicitar al gobierno cubano que les permita regresar a vivir de manera definitiva en la isla, lo cual implica un complejo proceso de aprobación.

- La salida temporal que ensayan personas que solo aspiran a estar fuera de la isla por un tiempo. Antes podían estar por 11 meses, al cabo de los cuales, si no regresaban, se convertían en migrantes «definitivos». Estas personas requerían para poder viajar de dos documentos legales: una carta de invitación y un permiso de salida. Ambos han sido derogados en la nueva legislación, lo que abarata y flexibiliza los trámites pero no otorga derecho a viajar, pues el Estado se reserva la potestad de negar el pasaporte a aquellas personas que por su calificación técnica (médicos, científicos, atletas, etc.) o actitudes políticas oposicionistas o críticas sean consideradas no aptas para viajar al extranjero. La nueva normatividad no aclara cuáles serán los criterios que excluirían a determinadas personas, ni quiénes los definen, ni si existe alguna instancia de apelación. Otra ventaja es que quienes utilizan este sistema ahora pueden permanecer fuera hasta por 24 meses, tras lo cual deben regresar o pierden sus condiciones ciudadanas. Finalmente, la nueva legislación no prohíbe, como la anterior, la emigración temporal de menores de edad, pero siempre que lo hagan con sus padres.

- Por la vía oficial, que atañe a personas que salen en misiones gubernamentales o de organizaciones afines: funcionarios, académicos, artistas y técnicos. Estos necesitan una institución oficial que patrocine el viaje. Si alguna persona que sale en uno de estos viajes decide no regresar a Cuba –oficialmente, «deserta»–, pierde todos sus derechos de ciudadanía, no puede regresar al país en varios años (formalmente, hasta cinco) y no se permite a su familia salir de la isla. Es decir, es condenado a una separación familiar por varios años.

Como antes apuntaba, todo el entramado de permisos, procesos burocráticos, filtros, prohibiciones, etc., constituyen piezas claves para la consecución de la obediencia política, tanto de los cubanos que han emigrado como de los que permanecen en la isla.

Muchos cubanos emigrados con posiciones políticas oposicionistas no son autorizados, ni siquiera en casos de emergencias familiares, a visitar la isla. Otros son autorizados, pero rechazados cuando llegan a tierra cubana, lo que incrementa el peso psicológico de la humillación. Es también usual que, como castigo a las posturas oposicionistas de algunos emigrados, sus familiares sean retenidos en Cuba, lo que impide la reunificación familiar. La historia reciente del país está plagada de hechos dramáticos de familias separadas, personas retenidas como rehenes y migrantes que han tenido que velar los últimos momentos de sus seres queridos en la lejanía, ante la negativa del gobierno a permitirles pisar la tierra en que nacieron.

Hacia el interior, el efecto es también paralizador. Todos los cubanos saben que el derecho a viajar depende de un buen comportamiento político. Y viajar no es para ellos únicamente una forma de resarcir el espíritu o de encontrarse con el mundo, sino también –y sobre todo– una manera de supervivencia en calidad de trabajadores temporales informales. Esto es particularmente cierto para los intelectuales, cuyas asistencias a congresos académicos, estancias investigativas o docencia en universidades extranjeras dependen de un alineamiento fundamental con las políticas gubernamentales.

Cada uno de los documentos requeridos para la migración tiene un precio en dólares regularmente inaccesible para una población que, como promedio, no gana más de 20 dólares mensuales, a menos que tenga familiares emigrados que asuman los costos. Los pagos que de aquí se derivan suman millones de dólares anuales que sostienen el costoso aparato de servicio exterior cubano. No obstante, la reforma migratoria produce en general un abaratamiento de todo el proceso –lo cual es positivo–, aunque no en la dimensión absoluta descripta por los entusiastas partisanos de la «actualización».

Es el caso, ya mencionado, de la supuesta derogación del permiso de salida y de la llamada «carta de invitación» (que en realidad generaba el propio Estado cubano), todo lo cual costaba unos 350 dólares. Ahora solo hay que pagar por el pasaporte, cuyo costo se ha incrementado de 55 a 100 dólares –alto en comparación con otros países–, pero el total sigue siendo muy inferior a lo que se pagaba antes.

No queda claro qué sucederá con otra gabela particularmente arbitraria por la cual el migrante temporal tenía que pagar al consulado cubano una suma de entre 40 y 150 dólares por cada mes que permaneciera en el país receptor. De manera que, si un cubano decidía permanecer de visita en EEUU por los 11 meses autorizados por el gobierno cubano, debía pagar al final por los diez meses últimos de la estancia hasta un total de 1.500 dólares; y si lo hacía en República Dominicana, la suma ascendía a 600. Aunque es presumible, y saludable, que este atropello al bolsillo de los migrantes haya sido eliminado, la legislación conocida hasta el momento no menciona el asunto, como si la vergüenza propia hubiera bloqueado la locuacidad de los funcionarios cubanos.

El pasaporte es otro perfil crematístico de la relación del Estado con la emigración. Solo tiene 32 páginas y, aunque tiene validez por seis años, ha de ser habilitado cada dos años con pagos consulares cercanos a los 100 dólares cada vez. Su emisión en el extranjero cuesta 200 dólares y en Cuba, 100. El uso de pasaporte cubano es obligatorio para visitar Cuba aun cuando la persona haya renunciado a la ciudadanía, de manera que si un migrante es ciudadano de cualquier otro país y decide visitar la isla tiene que hacerlo con pasaporte cubano, a pesar de que la Constitución cubana no reconoce la doble nacionalidad. Todo un nudo contradictorio en el que confluyen, tomados de la mano, Marte y Mercurio.

Los dilemas

Creo que todo lo que beneficie a la población cubana, lo que alivie el peso de esas inmensas coyundas enervantes que le impone su régimen político, simplifique la vida de la gente y le ahorre sufrimientos, es conveniente. Lo que se ha hecho apunta en esa dirección: se han flexibilizado gestiones, se han reducido gabelas irritantes y se van a facilitar los contactos de los cubanos insulares y emigrados. Muchos familiares y amigos tendrán ahora menos dificultades para encontrarse, y muchos compatriotas tendrán que perder menos dinero pagando los servicios consulares onerosos. Es posible que se incremente la salida temporal de cubanos, que estarán en otros lugares por más tiempo, con los beneficios que esto puede reportar. Por esto y por muchas otras razones, la reforma migratoria es positiva.

Por otra parte, la «actualización» genera un terreno menos enconado para una relación más intensa con un sector emigrado técnico y empresarial que puede realizar aportes significativos a la postrada economía insular, tanto en términos de capitales como de know how y capital social. De hecho, este tipo de relación ya ha estado funcionando y buena parte de los negocios privados pequeños que se han establecido en la capital –y que constituyen la única fuente creciente de empleos– se han fomentado con un dinero semilla proveniente de los emigrados.

Nada de esto justifica, sin embargo, el desafortunado entusiasmo de una serie de actores dentro y fuera de la isla –gobiernos, grupos académicos, intelectuales, asociaciones de emigrados subordinadas al gobierno cubano– que han proclamado esta reforma como un «salto cualitativo» trascendental en la evolución nacional. Como antes apuntaba, estos desafueros elogiosos han estado motivados por el tacto diplomático, por la complicidad/lealtad o por la ignorancia. Pero tienen en común una fuerte dosis de irresponsabilidad política y ética.

Ante todo, porque la reforma deja en pie –ni siquiera conmueve– el principio autoritario de que la sociedad cubana no tiene un derecho inalienable al libre tránsito, lo que sigue dejando a Cuba en un lugar muy poco estimulante en el plano mundial. Y lo que es más importante, la reforma deja a miles de cubanos sin la potestad para viajar fuera de la isla, sean opositores, críticos, científicos, profesionales o atletas. Miles de familias seguirán separadas por la persistencia del castigo a quienes emigran irregularmente y de la práctica de mantener a las familias como rehenes. Y lo que es más importante, la reforma deja a toda la sociedad cubana expuesta a un mismo tratamiento represivo, en la misma medida en que lo que no es un derecho para todos, no lo es para nadie. No pasará mucho tiempo antes de que la excitación de los titulares que anuncian el fin de una época ceda el paso al descubrimiento de que asistimos al remozamiento de la que hemos vivido.

La otra cuestión que merece ser resaltada es que la reforma es extremadamente parca respecto a los dos millones de cubanos que viven fuera de la isla. Este 20% de la población es la franja más dinámica de la sociedad transnacional cubana. De hecho, buena parte de la población insular se alimenta, se viste y se cura con los ahorros de los emigrados, quienes de paso ceban espectacularmente el fisco local mediante impuestos, servicios consulares y altos precios de los productos en las tiendas estatales cubanas. Los emigrados son un porcentaje muy alto de los turistas que se registran cada año y que gastan en la isla. Constituyen un área muy dinámica económica, social y culturalmente; y, de hecho, la única franja de población cubana que crece, pues la población insular se encuentra en franco decrecimiento.

A pesar de todo esto, los cambios para ellos son ridículos: alargamiento de estancias durante sus visitas a la isla. No se ha hecho alusión, por ejemplo, a la prohibición de la doble ciudadanía, cuya derogación mediante reforma constitucional hubiera significado una señal muy positiva realmente cualitativa. Tampoco hay una voluntad de motivar legalmente las inversiones pequeñas y medianas de estos desterrados, o la autorización a tener propiedades en la isla en que nacieron. El regreso a su país de origen sigue estando pendiente del mismo tipo de permiso gubernamental que autoriza a salir a los que están adentro.

De cualquier manera, más allá de los devaneos de la elite política, la sociedad transnacional cubana continúa su evolución. Los contactos se incrementan y se generan nuevos campos sociales transnacionales que tratan de recuperar el tiempo perdido tras muchos años de hostilidades y desconfianzas. Sucede en todas las esferas –la economía, la cultura, las religiones– y, curiosamente, también en el campo de la política.

No es que esto último –los campos sociales politizados– sea algo nuevo. Siempre el gobierno cubano contó a su favor con una franja de partisanos, de igual manera que los opositores internos contaron con apoyos. En esto ha habido de todo, desde creyentes sinceros hasta negociantes de ambas filosofías, castristas y anticastristas. Pero mientras se trató básicamente de dos posicionamientos polarizados, a favor y en contra, todo fue más sencillo para los dirigentes cubanos, expertos en el manejo de conflictos binarios.

Lo que es nuevo es que estos campos politizados transnacionales se multiplican en la misma medida en que se multiplican los posicionamientos políticos en torno de Cuba. El caso más evidente es la formación de un campo centrado en la Iglesia católica favorable a una transición ordenada y de entendimiento con la elite política, y en el que se aglutinan intelectuales, empresarios, activistas, profesionales en su mayoría católicos y conservadores. Y lo que podría ser aún más interesante serían las relaciones eventuales entre grupos y personalidades emigradas y contrapartes insulares en torno de acciones concretas, incluso en el campo de la izquierda política. Son signos de los tiempos y de una sociedad transnacional que de hecho se mueve y que lo seguirá haciendo bordeando los obstáculos. Eventualmente, pasando por encima de ellos.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Eppur si muove en Cuba


Aunque desde perspectivas foráneas podría parecer que poco ha cambiado en Cuba, la realidad es que, aunque no las estructuras políticas fundamentales, muchas cosas se mueven en la isla. La emergencia del cuentapropismo les está dibujando un nuevo rostro a las ciudades y la vida cotidiana se mueve al ritmo de reformas que plantean más preguntas que respuestas. Los constantes debates que se producen en la «intranet» cubana sobre temas como la corrupción, el racismo, la necesidad de democratización, la homofobia, la creación cultural y sus libertades o el derecho a migrar podrían ser botones de muestra de la efervescencia que se respira.


A lo largo del último lustro, la palabra «cambio» ha ido perdiendo su connotación políticamente diabólica en Cuba. Tan terrible resultaba la sola mención (y hasta el sueño) de una posibilidad de «cambios», que en el año 2002 incluso se modificó la Constitución para patentar, en la ley suprema, que en el país nada cambiaría, por los siglos de los siglos. Aunque desde las perspectivas del materialismo dialéctico que deberían regir las doctrinas socialistas cubanas la inmovilidad perpetua no resulta algo precisamente muy pertinente, de forma constitucional se legisló y aprobó la irrevocabilidad del sistema socioeconómico establecido, o sea, el socialismo, pues «Cuba no volverá jamás al capitalismo», según concluye el texto en una de sus adecuaciones.

La grave situación económica y social que desde entonces se fue perfilando en el país (recién salido de la devastadora crisis de la década de 1990, el eufemísticamente llamado «Periodo Especial en tiempos de paz») venía marcada por lastres como la improductividad de la empresa socialista, la ineficiencia de los sistemas de producción y distribución de productos agropecuarios, la corrupción en los más diversos niveles y frentes, el desvarío de la política del pleno empleo (las conocidas «plantillas infladas»), la fuga de profesionales –en especial profesores e incluso médicos e ingenieros– hacia otras actividades más rentables como la industria turística o la conducción de taxis clandestinos (el «boteo»), en fin, el resquebrajamiento de los órdenes económicos, sociales y hasta morales.

La conjunción de estas problemáticas fue creciendo en el país e hizo aún más evidente la necesidad de que, siempre dentro del sistema político del partido único (el comunista), desde las altas esferas de decisión se comenzara a clamar por la introducción de aquello que el propio presidente Raúl Castro, ya convertido de manera oficial en relevo del enfermo líder histórico, llamó «cambios estructurales y conceptuales». Unos movimientos casi todos centrados en la esfera económica, que han ido dando forma muy lentamente al nuevo rostro de la vida cubana... con proverbial cautela, pero lo van moldeando y haciendo diferente. En pocas palabras: lo van cambiando.

Los nuevos cuentapropistas

Aunque desde perspectivas foráneas bien puede parecer que en Cuba pocas cosas han sufrido mutaciones, la realidad es que, sin llegar a tocar las estructuras políticas fundamentales, muchas han sido las transformaciones emprendidas. Y si sus resultados aún son poco visibles o esenciales, se debe más a la falta de profundidad hasta ahora alcanzada que a una cuestión numérica. Porque justamente esa falta de movimientos más radicales y los pírricos resultados obtenidos con algunos de los cambios efectuados advierten de la necesidad de llegar a asuntos de fondo, al menos en las estructuras económicas de la nación caribeña.

Entre las diversas transformaciones ya emprendidas y en proceso de ampliación, quizás la más notable sea la revitalización y ampliación del trabajo por cuenta propia, o sea, el empleo individual o en pequeñas empresas al margen del Estado, aunque limitadas por este para que no se conviertan en grandes generadoras de ganancias. Se trata, por lo general, de oficios simples (algunos de ellos decimonónicos: aguateros, reparadores de monturas o de paraguas, etc.) y algunos servicios, sobre todo gastronómicos.

Dos elementos, entre otros, movieron a tomar una decisión que en la práctica derogaba la política de la «ofensiva revolucionaria» de 1968; esta, en un exceso de ortodoxia y afán de control, eliminó casi todas las formas de producción privadas sobrevivientes de las grandes intervenciones y nacionalizaciones de los primeros años revolucionarios y las colocó –y casi siempre destruyó– en manos del totalizador Estado socialista cubano. Cierto es que a mediados de 1990, cuando la crisis ajustó hasta la asfixia los cinturones de los cubanos, se admitió la reapertura de esa posibilidad laboral, pero de forma tan limitada y asediada que muy pocos de los que entonces optaron por sumarse a ella lograron sobrevivir a las tasas impositivas, los continuos chequeos y el pequeño espacio comercial que les fue concedido para su desarrollo. Resulta evidente que a esa solución de emergencia le faltó una verdadera voluntad política capaz de alentar el trabajo privado (que implica una cuota de independencia social y económica para el individuo), el cual ahora, según los discursos oficiales, tiene todo el apoyo del gobierno... pago de impuestos mediante.

Los elementos en juego en estos momentos han sido, primero, la evidencia al fin reconocida de que el Estado/gobierno era incapaz de mantener en sus puestos de trabajo a la casi totalidad de la población laboral activa, buena parte de la cual, como bien dice el cubano de a pie, «hacía como que trabajaba, mientras el gobierno hacía como que le pagaba», pues ni eran lo suficientemente productivos o necesarios en sus labores ni podían vivir con los salarios oficiales en un país en el que el costo de la vida durante las dos últimas décadas se ha multiplicado por cinco, diez y hasta 20 veces –o más, según el producto o servicio–, y los sueldos apenas se han duplicado.

Esta realidad llevó a los analistas económicos al gran descubrimiento de que alrededor de un millón de trabajadores estatales (una cuarta parte de la fuerza laboral activa) resultaban prescindibles. Más aún, debían ser racionalizados (despedidos), y la única vía para encontrarles una alternativa de supervivencia constituía en darles la opción del trabajo por cuenta propia o el aliento al cooperativismo... Se ampliaron entonces los posibles rubros de labor y se flexibilizaron muchas prohibiciones, aunque no se tuvo demasiado en cuenta la dificultad que puede entrañar para una secretaria de 50 años convertirse en dulcera, para un arquitecto, en albañil, para un técnico de cualquier rama, en vendedor de frutas con una carretilla callejera como las que hoy pululan por las calles de todas las ciudades cubanas.

El segundo factor radicaba en la propia improductividad de muchas empresas que, hoy mismo, corren el riesgo de ser desmontadas a menos que mejoren sus niveles de eficiencia, según lo han dictaminado los últimos documentos aprobados por el Partido/gobierno. Todo este movimiento de personal humano hacia actividades productivas o de servicios no regidas por el Estado garantizaría además una fuente de ingresos notables para el país, por la simple recolección de impuestos que cada cuentapropista debe pagar por el derecho a ejercer su trabajo y por las ganancias obtenidas, a lo cual se suma el pago de una cuota a la seguridad social.

En esos movimientos laborales y estrategias de búsqueda de eficiencia económica emprendidos por el presidente Raúl Castro y su renovado equipo de gobierno, entró a jugar un papel protagónico el dramático rubro de la producción de alimentos. Como bien se sabe, la favorable ubicación geográfica de Cuba, la fertilidad de sus suelos y hasta el grado de desarrollo técnico de muchos de sus habitantes hacían del país un sitio ideal para tener una industria agropecuaria potente e incluso competitiva. Pero ni en la agricultura ni en la ganadería, por las estructuras políticas y organizativas establecidas y por las prohibiciones para la comercialización de producciones (entre otras causas), se concretó esa posibilidad.

Tras el drástico desmontaje de una parte considerable de la industria azucarera, ejecutado en un momento en el cual los precios del azúcar no eran los más apetecibles y cuando el coste de producción cubano los hacía definitivamente despreciables, al mismo tiempo en que se cerraban muchas centrales azucareras (por demás, todo un símbolo nacional cubano), un porcentaje importante de tierras de cultivo quedaron «ociosas», sumadas a otras que, en manos del Estado, ya ostentaban tal condición desde hacía décadas.

Una nueva repartición de esas tierras entre viejos y nuevos campesinos, o recién creadas cooperativas agropecuarias, se ha ido desarrollando por el sistema de usufructo, con el propósito de revertir una de las realidades que más agobian al gobierno cubano: el hecho de que se debe importar entre 70% y 80% de los productos alimenticios consumidos en el país, con la consiguiente derogación de unas siempre escasas divisas. La entrega de tierras en usufructo, en cantidades crecientes y por periodos que se han ido extendiendo, no parece haber dado, sin embargo, resultados demasiado alentadores, al menos al día de hoy. Los propios datos oficiales muestran que, salvo algún incremento en la producción de arroz y frijoles, el resto de los rubros productivos anda por niveles inferiores a los del año 2007, justo cuando se comenzó a pergeñar el plan de reformas...

¿Y cómo viven esos cambios los cubanos?

El salario promedio que paga el Estado a un trabajador ronda los 450 pesos cubanos, o sea, alrededor de unos 25 dólares. Pero al mismo tiempo que se han ido reduciendo las ofertas subvencionadas por la canasta básica (mediante la cartilla de racionamiento establecida hace medio siglo), la gran mayoría de los productos han aumentado su precio, tanto los que se venden en moneda nacional como en el peso cubano convertible (CUC), equivalente a unos 90 centavos de dólar. En dos palabras: el salario real es cada vez más magro.

Para la mayoría de los ciudadanos del país, la medida de todas las cosas se podría simbolizar con dos productos que han adquirido la cualidad de emblemáticos: el aguacate y el litro de aceite de soya o girasol. El primero, vendido en la moneda nacional por los carretilleros ambulantes, suele rondar un precio de 10 pesos. El segundo, importado de diversos países y expendido en las tiendas estatales recaudadoras de divisas, alcanza los 2,50 CUC, o sea, unos 60 pesos cubanos al cambio actual... Y la pregunta se repite, me la repito, nos la repetimos, sin que al final encontremos todas las respuestas o las más lógicas: ¿cómo un trabajador que devenga al día unos 20 pesos puede invertir la mitad de su salario en un simple aguacate? Y ¿cómo puede dedicar una octava parte de su ganancia mensual a la adquisición de un litro de aceite de soya? Este es, sin duda, uno de los grandes misterios cubanos, al cual el gobierno ha respondido con la confesión de que entiende que los salarios son insuficientes para vivir, pero que, mientras no aumenten los niveles de productividad y se «desinflen» las plantillas laborales, no será posible subir los sueldos y empezar a equilibrar esta extraña relación... que es absolutamente normal y cotidiana en un país donde nadie se muere de hambre... Quizás por obra divina –esa podría ser una respuesta, ¿no?–. A sobrevivir en esas condiciones los cubanos lo llaman «inventar» y lo engloban en el polisémico verbo «resolver».

El movimiento social que ha ido produciendo la revitalización del trabajo por cuenta propia ha servido para que una parte de la población obtenga mayores beneficios con su trabajo, a pesar de la carestía de los insumos y los impuestos que deben abonar. En esta búsqueda de horizontes de esperanzas, han ido apareciendo los nuevos «empresarios» (es un decir); se trata de cubanos que han montado refinados restaurantes, hostales en casas que alguna vez pertenecieron a la alta burguesía cubana (inmuebles ubicados en los mejores barrios de la ciudad y que muchas veces sus padres o abuelos obtuvieron gratuitamente por sus méritos revolucionarios), talleres de reparación de diversos equipos, incluidos teléfonos celulares y hasta iPhones que en las casas matrices habían dado por muertos. Las ganancias que obtienen algunos de estos emprendedores/empresarios (en realidad, un porcentaje ínfimo de la población) comienzan a ser notables y, para poder realizar su faena productiva o de servicios, hoy tienen autorización para contratar empleados, que perciben salarios muy superiores a los que, en promedio, paga el Estado. La relación entre esos empresarios y sus trabajadores, aun tratándose de pequeños negocios, ¿es la que había concebido el socialismo cubano? ¿O vuelve a ser la vieja fórmula de patrón-empleado? Esta es otra de esas preguntas que circulan en Cuba sin que haya una sola y convincente respuesta.

Como resulta fácil colegir, no todos los cubanos tienen alma, habilidad o posibilidades empresariales. De esa realidad comienza ya a desprenderse la evidencia de que la homogeneidad social y económica patentada por el sistema comienza a dilatarse y a permitir la aparición de capas o sectores que disfrutan de posibilidades de consumo con las cuales otros ni sueñan. O sí... pero en otro sitio de la geografía planetaria.

El fenómeno de la migración es común en América Latina desde hace dos siglos y ha sido alentado por las más diversas razones, que van de las políticas a las económicas. Y en el caso cubano de los tiempos recientes, mezcladas ambas razones (y añadidas las sentimentales), se está viviendo un proceso a mi juicio preocupante: el de la pérdida de capital humano con suficiente (y hasta alta) preparación intelectual y técnica. Mientras los ciudadanos del país esperaban la llegada de una muchas veces anunciada reforma migratoria prometida por el gobierno (y finalmente hecha pública el pasado mes de octubre con las «reservas» previstas respecto a las posibilidades de migrar de los profesionales), en verdad el flujo hacia el exterior de jóvenes con preparación cultural y técnica media y alta es un goteo que más bien fluye como un arroyo. Aunque las leyes migratorias cubanas, incluso con las modificaciones recientes, ponen diversas trabas a ese movimiento, son cientos los jóvenes ingenieros, informáticos, médicos, humanistas (y no olvidemos a los deportistas) que prefieren poner mar por medio e, incluso en tiempos de crisis económica global, apostar su futuro a la búsqueda de un espacio de desarrollo personal y económico que para ellos su país no puede ofrecerles. Esta descapitalización de inteligencia entraña, sin duda, una de las pérdidas más costosas que está sufriendo un país en donde las personas de mi generación –entre 45 y 65 años– han comenzado a llamarse «los PA», padres abandonados... por los hijos que salen a probar su suerte por el ancho mundo.

No obstante, la propia existencia de esa inmigración difícil pero continua ha potenciado la presencia de una alternativa económica que tiene un peso indiscutible en la economía familiar y en la nacional: el envío de remesas de divisas desde el exterior. Ese dinero aportado por los familiares desde los diversos puntos del planeta en realidad no suele alcanzar grandes cantidades, pero en el contexto cubano su peso llega a ser enorme, habida cuenta de que si un médico gana al mes un promedio de 40 dólares por su valiosa labor, cualquier hijo de vecino puede recibir una cantidad similar o mayor enviada por un pariente y vivir del dolce far niente, y dedicarse, como se dice en el país, «al invento»... y no precisamente para el bien de la ciencia y la humanidad.

El fin del igualitarismo

Pero mientras se esperaba la llegada de las reformas migratorias que normalizarán (o no) esta peculiar relación cubana con el derecho (o no) a viajar libremente, se ha ido poniendo en práctica en estos años otro grupo importante de modificaciones al entramado legal inmovilista y burocrático imperante. Estas modificaciones van desde la posibilidad de que los cubanos puedan abrir líneas de teléfonos celulares, comprar equipos de computación (lo cual no garantiza que luego tengan acceso a internet) o alojarse en los hoteles turísticos (siempre que paguen esos bienes y servicios en los ya mentados CUC, a precios a veces muy elevados), hasta la más reciente de que los propietarios de autos fabricados después de ¡1960! puedan vender a otro cubano su vehículo y, sobre todo, la de que los propietarios de inmuebles puedan hacer lo mismo con sus casas, dos medidas que parecen la revocación de edictos medievales y que, sin embargo, han puesto a circular una cantidad notable de dinero en el país.

De este modo, la sociedad cubana, sin que pueda hablarse de fracturas extremas o de nuevas clases sociales «capitalistas», se ha ido atomizando en sectores que dependen de su función económica o de su cercanía al dinero, llegado por una u otra vía. Una de esas vías es la consabida corrupción, contra la cual el gobierno ha emprendido una guerra frontal cuyos resultados más notables a veces conocemos gracias a la cautelosa prensa nacional. Pero el hecho es que, con los cambios, el igualitarismo socialista ya no funciona del mismo modo, ni por parte del gobierno, ni por parte de los ciudadanos.

El proceso de reformas emprendido en la isla ha tenido uno de sus puntos más álgidos y controversiales en la relación que no ha podido establecer la sociedad con el universo de las llamadas «nuevas tecnologías», sin duda esencial para el desarrollo humano y económico en el mundo actual. Hasta ahora, la gran dificultad para que los cubanos tuvieran un acceso normal a internet y todos sus otros beneficios había tenido una pesada justificación: la imposibilidad del país de conectarse a los cables de transmisión de datos, pues estos pertenecen en parte o totalmente a compañías norteamericanas y, por la ley del embargo, Cuba quedaba excluida de la posibilidad de acceder a ellos. De esta forma, las comunicaciones debían (deben) establecerse por vía satelital, más lenta y costosa, incapaz de satisfacer las demandas de todos los posibles usuarios. Por tal condición, el acceso tanto al correo electrónico como a internet ha estado limitado solo a personas debidamente autorizadas por alguna entidad oficial, o abierto al uso de trabajadores o estudiantes de ciertos centros (universidades, algunas oficinas, departamentos de investigación).

Pero la llegada a las costas cubanas de un cable tendido desde Venezuela, que multiplicaría por varios miles de veces la velocidad y capacidad de conectividad, fue anunciada por los medios oficiales como un gran cambio que revolucionaría los procesos de transmisión y recepción de datos, imágenes, señales televisivas. El cable, cuya llegada a Cuba fue publicada, solo debía esperar su inauguración cuando fuese dado de alta «operativa»... algo que meses más tarde, sin que se sepa la razón, todavía no ha ocurrido. ¿Llegó o no llegó el cable? ¿No funciona por dificultades tecnológicas o por una decisión política?... ¿O, como asegura mucha gente en las calles del país, su colocación y funcionamiento sufrieron los embates de la corrupción?

Sea por cualquiera de estas razones, lo cierto es que la internet rápida no funciona en la isla, sin que se haya explicado el porqué, y su inexistencia no solo afecta las posibilidades de comunicación de los ciudadanos que eventualmente, quizás, tendrían la autorización de utilizarla, sino que implica a todo un país que, si en verdad quiere cambiar, tendrá que hacerlo con los instrumentos de las nuevas tecnologías, el único camino posible para que una sociedad y su economía funcionen con los códigos globales del siglo XXI en el que avanzamos...

La extraordinaria peculiaridad de la sociedad cubana radica en la necesidad de cambios que la acerquen al mundo en que vivimos, pero sin que esos movimientos impliquen una posible transformación de sus esferas políticas y económicas fundamentales, como lo han refrendado los documentos y discursos partidistas y gubernamentales de los últimos años.

Pero si la política y la economía no han cambiado en lo esencial, el entramado social sí se ha puesto en movimiento, con avances y retrocesos, pero con una nueva perspectiva de aspiraciones, posibilidades, derechos exigidos por los ciudadanos de acuerdo con las nuevas condiciones y realidades que se han ido creando. Los constantes debates que se producen en la «intranet» cubana (la red que da servicio de correo electrónico) respecto a temas como la corrupción, el racismo, la necesidad de democratizar estructuras, la homofobia, la creación cultural y sus libertades, el derecho a migrar, el ritmo de los cambios anunciados, el impulso al cooperativismo, el resurgimiento de relaciones económicas de dependencia entre los individuos y no solo con el Estado, la muy impopular Ley de Aduanas recientemente estrenada, podrían ser botones de muestra de esta efervescencia que se respira. Lamentablemente, solo un porcentaje no muy alto de la población tiene normal y fácil acceso a esos intercambios de ideas... Pero incluso una parte de esos afortunados, y sobre todo el resto de los cubanos que transitan hoy la «siempre fiel isla de Cuba» y compran aguacates a diez pesos, sí tienen una percepción de lo que se vive en la calle que, según el dicho cubano, «está durísima». Y se hacen preguntas para las que muchas veces no tienen respuestas.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Cuba en el siglo XXI. Escenarios actuales, cambios inevitables, futuros posibles


El régimen de gobernanza que ha dirigido Cuba por medio siglo ha quedado inmerso en un desequilibrio sistémico al perder su anterior hábitat internacional, que lo sustentó durante la Guerra Fría. Los cambios introducidos hasta ahora no han sido suficientes para lograr un nuevo equilibrio. Si se comprende esa realidad y se rectifica el rumbo, hay una Cuba mejor esperando a sus ciudadanos en el futuro. Pero si se insisteen «actualizar» un sistema agotado y carente de mecenazgos de la magnitud de los que obtuvo del bloque soviético, también es posible que aguarde en el horizonte una Cuba peor.

Karl Marx hizo dos advertencias generales que los participantes en los debates sobre el rumbo de Cuba deberían tener más en cuenta. Una: no solo las respuestas, sino las preguntas mismas, pueden estar erradas. Otra: la eficacia de un ejercicio intelectual debe medirse por su capacidad de contribuir a transformar el mundo real. La copiosa bibliografía que circula sobre el curso de la sociedad cubana desde que Raúl Castro asumió como jefe de Estado parece alejada de esas premisas. No obstante, marcan una positiva diferencia con esa tendencia las recientes compilaciones Miradas a la economía cubana y Cuba: hacia una estrategia de desarrollo para los inicios del siglo XXI, de las que aquí cito varios datos. En ambos trabajos se evitan las disquisiciones ideológicas para ceder espacio al análisis de la Cuba real, lo cual facilita la aproximación a interrogantes como las siguientes: ¿de qué país hablamos?, ¿a qué país se aspira?, ¿qué fortalezas y debilidades presenta la sociedad cubana al inicio del nuevo siglo?, ¿qué cambios son inevitables?, ¿cuáles son los futuros posibles que aguardan a Cuba?, ¿qué papel puede jugar la diáspora en esta nueva etapa?, ¿qué modelo de distribución de poder y recursos entre los diferentes grupos sociales se viene configurando a partir de las medidas económicas y sociales recientes?, ¿quiénes son los que realmente mandan y quiénes los que gobiernan en la isla?, ¿qué instituciones y libertades se requieren para que los ciudadanos participen en los procesos de decisión y puedan controlar su implementación? Y quizás la más importante y básica de todas: ¿están conformes los cubanos hoy con su situación o reclaman otro régimen de gobernabilidad para, libremente, buscar la felicidad? Si bien este artículo no puede abordar todas esas interrogantes, ensayaremos algunas reflexiones sobre el presente y el futuro de Cuba.

El economista cubano Pedro Monreal resumió con agudeza la situación del país real: «Una economía como la de Cuba debe evaluarse por lo que esencialmente es: una economía subdesarrollada que necesita una reestructuración vasta y profunda que ponga el actual estado de cosas patas arriba. El proceso de desarrollo no es un mero ejercicio de perfeccionismo económico sino un acto perturbador de refundación económica, social y política». Y en este contexto, hay ciertas realidades –y procesos de cambio– que resultan ya insoslayables.

Cuba no se ha integrado a la era de la información, pero ya está influida por ella. Sin una conectividad adecuada a internet –y la de Cuba es de las más bajas del planeta–, no es posible avanzar hacia una economía moderna de conocimiento como la que proponen destacados economistas cubanos. Los pequeños negocios no pueden ser competitivos ni el país será capaz de exportar servicios (outsourcing) sin el traslado físico de sus profesionales. Internet es hoy una herramienta económica insustituible en los países latinoamericanos. Según los datos de Internet World Stats, hay más de 230 millones de internautas en América Latina, lo que representa 39,9% de la población de la región y 10% del total de usuarios de internet en todo el mundo. La situación en Cuba es, sin embargo, muy diferente.En su informe anual sobre el estado de internet correspondiente a 2010, la consultora Akamai Technologies informaba que la velocidad de conexión en Cuba era inferior a 95 Kbps, el segundo peor lugar mundial después del archipiélago Mayotte, con solo 56 Kbps. Y la situación no ha cambiado desde entonces. El acceso, que está restringido a entidades y personas autorizadas expresamente por el Estado cubano, cuesta por mes unos 222 pesos cubanos, equivalentes a 9,25 dólares estadounidenses (aproximadamente la mitad del salario promedio nacional). Las entidades extranjeras que desean acceder a este servicio deben abonar entre 300 y 400 dólares.

Pese al extendido consenso de que esa anomalía se debe al embargo, lo cierto es que después del ciclón Andrew de agosto de 1992, la ITT (hoy ATT) obtuvo autorización de Estados Unidos para ofrecerle a Cuba la reparación del cable submarino analógico dañado por esa tormenta y la instalación de otro de fibra óptica, pero Fidel Castro solo permitió la reposición del cable analógico, el cual mantuvo por un tiempo sin darle uso alguno. Actualmente parece repetirse la misma historia. Desde hace un año existe un cable submarino de fibra óptica extendido desde Venezuela –cuya instalación fue mucho más costosa que la ofrecida por la empresa estadounidense 20 años atrás–, pero hasta ahora no se ha autorizado su uso para mejorar la conectividad de todo el país.

Una razón de peso que explica la prosperidad cubana durante la Colonia y la primera mitad del siglo pasado es la temprana asimilación de tecnologías de producción y servicios asociadas a la expansión de la civilización industrial. El central azucarero, el ferrocarril, los teléfonos, la televisión, el sistema de transporte automotor, las ventas a crédito en establecimientos comerciales, la publicidad moderna y muchas otras herramientas de desarrollo aparecieron en Cuba mucho antes que en el resto de la región. Lo curioso es que fue el miedo a una sublevación de esclavos como la ocurrida en Haití lo que impulsó la introducción de tecnologías de producción azucarera que facilitaran la transición de la mano de obra esclava a la asalariada. Hoy, paradójicamente, es el miedo a revueltas como las ocurridas en Túnez o Egipto lo que parece inhibir a la elite cubana de dar pasos para incorporar a la isla a la nueva cultura de la información.

La reticencia a incorporar tempranamente a Cuba al nuevo proceso civilizatorio la condena a ubicarse, empobrecida y no competitiva, en la extrema periferia de los procesos mundiales de globalización. Este hecho es mucho más grave –y tendrá más larga consecuencia– que la timidez mostrada por las nuevas medidas económicas.

Sin embargo, la sociedad cerrada que impuso el socialismo de Estado cubano se resquebraja ante continuas innovaciones de las comunicaciones digitales (teléfonos celulares inteligentes, computadoras, memorias portátiles) que permiten a activistas ciudadanos socializar la información a escala local e internacional, incluso sin tener acceso directo a internet. La ingeniosidad cubana no solo hace funcionar un automóvil de 1958, sino que también logra crear blogs que en la inmensa mayoría de los casos nunca han sido vistos por sus autores. El más conocido es Generación Y, de Yoani Sánchez, que como varios otros circula en todo el planeta y se pasa en memorias flash, de mano en mano, dentro de la isla. Así, el largamente amordazado grito de los excluidos es ahora electrónico.

La pequeña elite de poder que decidió el rumbo del país por medio siglo está abocada a una próxima extinción, recomposición o renovación. Las elites pueden extinguirse, recomponerse con jóvenes de similar pensamiento o renovarse cuando una nueva mentalidad las hegemoniza. El núcleo duro del poder cubano no reside en el gobierno sino en una reducida elite de poder que ahora se está extinguiendo por razones biológicas. En un lustro, si no han fallecido, los miembros de esta elite estarán incapacitados físicamente para tareas de gobierno.

A menudo los observadores atribuyen a un alto dirigente del partido, un ministro o un vicepresidente del Consejo de Estado, una inexistente membresía a la elite de poder, la cual está constituida, sin embargo, por un reducido grupo de líderes históricos. En realidad, esos funcionarios actúan como administradores descartables, al estilo de un CEO corporativo para su Junta de Directores, por eso aquí vale la distinción introducida por la sociología norteamericana entre los que mandan y los que gobiernan (Who rules? Who governs?). La larga aprensión hacia los cuadros más jóvenes –a quienes se les ha permitido gobernar como funcionarios pero no mandar en el país como miembros plenos de la elite de poder– conspira contra un relevo exitoso. Las promociones tienen como primera premisa la lealtad personal en lugar de la eficiencia. La elite histórica –en la que tienen un peso desmesurado los militares– ha envejecido, y la única cantera de reemplazo puede provenir ahora de familiares cercanos (lo que puede crear tensiones en la propia elite) o de los funcionarios gubernamentales y partidarios. Y el tiempo pasa...

El sistema económico estatizado está agotado: deberá ser sustituido por otro rentable, eficiente y productivo. El crecimiento del PIB en 2011 fue de 2,7% frente al promedio regional de 4,3%. La tasa de formación de capital fijo es de 13%, contra 23% que prevalece en la región. Los niveles de acumulación actuales (10%-15% del PIB) están cerca del límite inferior necesario para la reposición de capital fijo y lejos del 25%-30% que requiere una economía en crecimiento.

Un resumen de problemas: a) el crecimiento económico resulta insuficiente y distorsionado en favor de los servicios sociales con escaso impacto en el mejoramiento del nivel de vida de la población; b) la producción industrial y agrícola está estancada; c) existe una escasa capacidad de demanda efectiva; d) las fuentes de acumulación de capital son limitadas y el financiamiento es insuficiente; e) la inserción internacional de Cuba es deficiente; y f) las instituciones tienen una escasa credibilidad frente a la gestión de los negocios.

El régimen de economía estatizada bloquea el desarrollo de las fuerzas productivas, por lo que no puede reproducirse si no es de manera artificial, con fuertes subvenciones o inyecciones externas de capital. Esas subvenciones son hoy venezolanas. Pero en cuestión de meses podría ocurrir una disminución o corte de la actual transferencia masiva de recursos desde Caracas, mientras que nadie más parece estar dispuesto a sustituir a Hugo Chávez en su papel de mecenas de una economía disfuncional. Por otro lado, el acceso a fuentes de financiamiento seguirá siendo restringido mientras exista el embargo estadounidense y Cuba permanezca fuera de las instituciones financieras internacionales. En ese marco, el país continúa su descapitalización.

La única respuesta factible en ese marco es levantar el otro embargo, endógeno, que impone el actual sistema al desarrollo de las fuerzas productivas nacionales: las restricciones a las inversiones de la diáspora. Se reconfiguraría así un sector privado capaz de atraer inversiones extranjeras, dinamizar la economía y crear empleos, productos y servicios.

La ineficiencia de la economía estatizada es más transparente aún en la agricultura, donde las cooperativas de créditos y servicios y los campesinos privados, con solo 24% de la tierra cultivable, generan 57% de todos los alimentos de producción nacional. El país es por ello vulnerable al alza de precios de los alimentos en el mercado mundial, ya que importa algo más de 80% de lo que se consume y, a su vez, 80% de esas importaciones provienen de EEUU, donde deben ser pagadas en efectivo por las regulaciones del embargo.

El sistema social cubano, cemento del consentimiento ciudadano por décadas, es ya insostenible y deberá ser reformado. El debate sobre las políticas económicas no debe marginar el análisis sobre la economía política que ellas instalan. ¿Cómo es que el nuevo régimen de gobernabilidad distribuirá el acceso a recursos y cuotas de poder? ¿Qué sistema político y de clases promueve? Si se ha iniciado una transición, no es extraño que muchos reclamen saber a dónde conduce.

Los sistemas de educación y salud universales, así como la cobertura de seguridad social, se degradan por la crisis fiscal. Muchos servicios y subvenciones estatales se han reducido o suprimido ya en este sexenio. El gobierno planifica dejar desempleados en los próximos tres años (2012-2015) a más de 1.300.000 empleados del sector estatal, quienes deberán procurar el modo de autosostenerse sin ayuda gubernamental.

La inequidad de los ingresos se incrementa con las nuevas medidas económicas, sin que se haya aprobado ningún contrapeso con nuevas políticas sociales. Como afirma la socióloga cubana Mayra Espina Prieto: «En general, los Lineamientos [del Partido Comunista] omiten referencias a la situación de desigualdad y pobreza ya existentes y no se comprometen a actuar sobre ellas con una política social que introduzca elementos de equidad». El coeficiente de Gini pasó de 0,24 a mediados de los años 80 a 0,38 en la década de 2000. La entrada de remesas y el acceso a dólares por medio del turismo y las empresas privadas crean nuevas diferencias sociales que –conjugadas con la dualidad monetaria del mercado interno entre pesos cubanos y moneda convertible– presionan el coeficiente de Gini hacia cifras similares a las de países con amplias zonas de pobreza y desigualdad.

La situación es grave si se tiene en cuenta que el Banco Mundial (BM) considera que los ingresos por debajo de 70 dólares mensuales son indicadores de pobreza, y el promedio de los cubanos no alcanza esa cifra. Se estima que el salario real en 2011 fue 26% del de 1989. Si a ello se suma que la cartilla de racionamiento ha ido perdiendo peso y cada vez más productos de la canasta básica deben adquirirse en moneda convertible (con una tasa cambiaria aproximada de 1 CUC por 20 pesos nacionales), es fácil entender que la degradación del poder adquisitivo del salario no puede continuar sin crear tensiones sociales considerables. 51% de la población la considera el principal problema del país.

Las nuevas medidas tienden también a afectar especialmente a grupos vulnerables de la población, como las mujeres solteras, los ancianos y los afrodescendientes, cuya situación se deterioró aún más desde el inicio del nuevo milenio. Un estudio realizado en 2004 comprobó la sobrerrepresentación de estudiantes blancos en los niveles de educación superior, mientras que los afrodescendientes se veían sobrerrepresentados en la población penal. Un ejemplo: en 2004 ingresaron en la universidad, mediante un examen de ingreso, 13.301 estudiantes, de los cuales 68% era blanco, 9% era negro y 23% era mestizo; esto, en un país donde más de la mitad de la población es mestiza o negra.

La seguridad social se torna también insostenible dada la tendencia demográfica cubana, con escasas tasas de crecimiento y evidente envejecimiento poblacional. En el periodo 2006-2010 la población decreció en comparación con 2009. Los cubanos con más de 60 años eran 18% del total en 2011. De 2002 a 2012 la población solo se incrementó en 70.182 personas.

Existe una tensión creciente entre el actual transnacionalismo de la sociedad cubana y las políticas excluyentes hacia su diáspora. La coyuntura nacional, conjugada con la actual política migratoria, expulsa masivamente capital humano y bloquea el potencial de inversiones de la diáspora (más de dos millones de personas) en la economía nacional, por lo que tendrán que hacerse más cambios. Por medio siglo, además de imponerse permisos de entrada y salida para controlar el movimiento de los cubanos, se ha impedido el retorno –salvo como turistas– de quienes optaron por radicarse fuera del país. Sin embargo, los cubanos siguen emigrando por diversas vías y hacia diferentes países. Solo hacia EEUU emigran legalmente 20.000 personas por año. A esa cifra se suman las que lo hacen de forma ilegal y quienes optan por otros destinos. La actual política no incentiva la cooperación de los que están fuera ni es capaz de desincentivar la salida de quienes residen en la isla. Las reformas introducidas en octubre de 2012 no alcanzan a revertir esta situación, además de que se sigue abordando el tema en términos de permisos y tasas de impuestos y no de derechos. Por eso la «actualización» de la política migratoria es tan insuficiente como la llevada adelante en la economía.

El disfuncional régimen económico desperdicia los talentos formados por el sistema de educación y genera frustración entre profesionales mal pagados y peor aprovechados. Pese a que 8,1% de la población cubana (y 15% de los trabajadores) tiene nivel universitario, ello no redunda en una mayor productividad del sistema.

La migración es actualmente una de las causas principales de la limitada tasa de crecimiento demográfico. La Universidad Internacional de La Florida produjo un informe especial –«La diáspora cubana en el siglo XXI»– sobre el potencial de la diáspora para el desarrollo nacional en el nuevo siglo. Su elaboración fue coordinada por el autor de este artículo, y fue redactado por un grupo de especialistas de alto nivel que incluyó al laico Orlando Márquez, vocero de la Arquidiócesis de La Habana. Ese informe concluyó que si Cuba espera recibir los beneficios que puede aportar su diáspora en capital humano, económico y social, tendrá no solo que otorgar libertad económica al sector privado emergente, sino también alinear su legislación migratoria con los estándares internacionales en ese campo.

Los niveles de disenso y tensión social se incrementan: el país carece de una cultura de paz y de instituciones democráticas para administrar y resolver conflictos. Sin una reforma política, no será exitosa una reforma económica. Para actuar sobre la realidad, es necesario nombrar los problemas y conceptualizar los desafíos. Un régimen de valores e instituciones democráticas, conjugado con las libertades de expresión, prensa, reunión y organización, facilitaría esa labor. Las sociedades cerradas como la cubana excluyen y reprimen las zonas de disenso, lo cual impide la retroalimentación del sistema para reconocer sus fallas y trascenderlas. Si bien el sistema ha cedido espacios acotados para el debate entre académicos que acepten sus premisas básicas, la conexión entre expertos y funcionarios dista de ser funcional.

Por otra parte, el diálogo y la búsqueda de consenso con las posturas disidentes son descartados (incluso si provienen del marxismo). Se opta por una cultura política que privilegia la imposición y valora las actitudes intolerantes por encima de la búsqueda de soluciones negociadas. En ese contexto, es interesante analizar el índice de Estados fallidos que aplica la organización The Fund for Peace. Esa organización otorga en 2012 a Cuba un puntaje de 2 (calificación de «débil») en una puntuación que va de 1 («pobre» capacidad de manejo de conflictos, como Somalia) hasta 5 («buena» capacidad para administrar conflictos, como Canadá); pese a que, de forma optimista, se estima que ha mejorado considerablemente de 2007 a 2011.

Una Cuba mejor es posible... una peor, también

Un chiste circula hace décadas en la isla: un periodista extranjero le pregunta a un cubano cuáles considera que son los tres logros más importantes del país desde 1959, a lo que este responde: la salud, la educación y el deporte. Luego le pregunta cuáles considera que serían los tres principales fracasos y, sin titubear, el cubano contesta: el desayuno, el almuerzo y la cena.

A mi juicio, las tres principales fortalezas de la sociedad cubana están asociadas a sus tres principales debilidades, que impiden que la isla se beneficie en plenitud del potencial de las primeras.

- La existencia de un cable submarino de fibra óptica que conecta Cuba con Venezuela, además del analógico que ya conecta la isla con EEUU, permite desarrollar con relativa rapidez la infraestructura digital de la civilización de la información; pero la insistencia en sostener un régimen político que niega libertades universales básicas bloquea el acceso a ese imprescindible pilar del desarrollo y la prosperidad futuros de Cuba.

- Los cubanos residentes en la isla y en el exterior forman una sola nación con considerable capital humano, social y económico; pero se requiere cambiar radicalmente el régimen de gobernabilidad actual y las leyes de exclusión y destierro para que ambos puedan colaborar en insertar competitivamente al país en los procesos de globalización.

- La privilegiada localización geográfica de Cuba la convierte en un lugar atractivo para producciones cooperadas con inversionistas extranjeros con vista al mercado del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Pero sacar provecho de esa posibilidad supone avanzar hacia la normalización de relaciones con EEUU. Ella se facilitaría en gran medida si la llamada «actualización» del viejo modelo cediera el paso a una genuina transición hacia un paradigma de desarrollo democrático y si Raúl Castro decidiera jubilarse en 2013 al concluir su primer periodo presidencial formal y más de medio siglo en ejercicio del poder real.Ante el desafío que presenta el país real, las medidas que ha adoptado el gobierno cubano son bienvenidas pero insuficientes y carecen de un carácter sistémico. En los debates sobre la llamada «actualización» del modelo socialista, algunos autores se vuelcan a enumerar las decisiones adoptadas bajo el mando de Raúl Castro y a subrayar sus beneficios para la población. Sin duda puede argüirse, como Galileo, que pese a todo algo «se mueve» en Cuba. Pero eso no impide también afirmar que el proceso, después de un sexenio, ha mostrado excesiva lentitud e insuficiente calado. Hacer un largo inventario de todas las medidas adoptadas no escabulle el dato de su demostrada ineficacia para abordar exitosamente los problemas.

Una Cuba mejor es posible, pero requiere descartar las argucias de la propaganda oficial para abordar con honestidad los desafíos reales y las medidas –radicales, oportunas y sistémicas– que ellos demandan:

- Cuba está llamada a deshacerse de las trabas políticas, económicas y tecnológicas que hoy obstaculizan su despegue y a incorporarse lo más rápidamente posible al nuevo proceso civilizatorio de la información y a sus múltiples expresiones en los procesos de globalización de las relaciones entre naciones.

- Cuba necesita refundarse bajo un nuevo paradigma de desarrollo democrático y sustentable –bajo fuerte control ciudadano–, que le permita sacar provecho de los procesos de globalización.

- Cuba no debe encomendar su futuro a un sistema autoritario y corrupto como el ruso ni a un «estalinismo de mercado» –dictadura política con capitalismo económico– como el chino o el vietnamita. Sin libertad de expresión, sindicalización y asociación, el sistema genera crecimiento pero también fomenta trabajo semiesclavo y degradación ambiental.

- Hay más de un modo de entrar en el nuevo milenio y de insertarse en la globalización de la civilización cibernética. Hay, por ello, más de un futuro posible –próspero o miserable– para Cuba.

- Nada es hoy más urgente que garantizar la irrestricta libertad política que se necesita para poder gestar, sin violencia, el futuro al que se aspira. La posibilidad de estallidos sociales es alta y la idea de que podrán ser aplastados por la fuerza –esa fue la hipótesis del ejercicio militar «Bastión 2009»– es una ilusión peligrosa.

Las salidas consensuadas son siempre preferibles. Pero sin espacio para una sociedad civil autónoma con vocación participativa, el porvenir no será promisorio. Las libertades de expresión y organización no son un lujo, sino condición de desarrollo, y solo pueden existir si las ejercen quienes disienten. El gobierno debería ratificar e implementar los pactos internacionales de derechos humanos que ya ha firmado y abolir la pena de muerte. En la política, cerrar los caminos del diálogo y la construcción de consensos equivale a abrir los de la violencia.

No parece que las medidas más urgentes puedan ser ya impulsadas por una elite que carece de tiempo para cambiar hábitos mentales y rehúye renovarse. ¿Qué sociedad dejaría entonces tras su desaparición?

Un país ubicado en la periferia de los nuevos procesos civilizatorios, con una infraestructura y parque productivo obsoletos, descapitalizado, con índices de crecimiento que hacen insostenible cualquier estrategia de desarrollo, descreído de viejas utopías colectivas, empobrecido, carente de cultura e instituciones adecuadas para el manejo y la solución de conflictos, con tradiciones legales débiles, infestado por la corrupción en todos los niveles sociales, con miles de ex-militares carentes de otro oficio que no sea el del uso de armas y técnicas conspirativas, segregado del potencial de capital humano, económico y social de su diáspora, localizado a 90 millas del principal mercado consumidor de drogas del mundo, no parece ser una buena receta para la búsqueda de la felicidad.

La elite cubana intenta presentarse como la mejor opción para evitar que haya un Estado fallido en Cuba. Pero allí conduce la lógica que emana del obsoleto statu quo actual. Ayudar a gestar hoy una transformación –oportuna y no violenta– hacia un paradigma de desarrollo democrático es contribuir a la paz y estabilidad regional de mañana.

Para concluir...

Las probabilidades de materialización de un oscuro escenario, o de otro más promisorio, se decidirán en este quinquenio. Ambas representan, entre otros, dos futuros posibles de la sociedad cubana. En una reciente encuesta realizada por el IRI a 787 cubanos de 14 provincias de la isla, se les preguntó: «¿Cuál considera usted que es el mayor problema de Cuba?»; solo 4% señaló el embargo estadounidense. Algo nada sorprendente después de que el propio Raúl Castro se mofara en varias ocasiones de la tendencia burocrática a justificar sus propios fracasos a partir de la política de EEUU. Las respuestas mayoritarias se referían a desafíos internos como salarios depreciados, escasez de alimentos y otros. Ante la pregunta «¿Cree usted que el gobierno actual logrará resolver ese problema (definido como ‘principal’) en los próximos años?», 70% respondió negativamente; 19% todavía lo cree posible. El autor de este artículo se identifica con la opinión mayoritaria en ambas cuestiones.