domingo, 21 de junio de 2020

El tiempo de la imaginación política

La excepcional crisis del coronavirus abre las puertas a una nueva imaginación política. Es el momento de pasar de una política del miedo a una política del bienestar y el cuidado. Es el momento de pensar un nuevo paradigma desde el progresismo.
La voluntad humana reconquistará un papel significativo. Podremos reescribir las reglas y romper los automatismos. No podemos prever qué formas asumirá el conflicto, pero debemos comenzar a imaginarlo. Quien imagina primero gana.
Bifo Berardi
Una curiosa expresión, tan inquietante como movilizadora, ha invadido el análisis de lo que está ocurriendo y de lo que podría ocurrir con la epidemia de coronavirus: «nueva normalidad». Esta expresión aparenta la forma del oxímoron: de un lado «normalidad» evoca repetitivas inercias, mientras que «nuevo» promete rupturas. En cualquier caso, la «nueva normalidad» contiene una pregunta: ¿cómo será el día después? La pregunta debería ser reformulada: no se trata de representarnos el «después», sino de preguntarnos por los sedimentos de lo que ya está ocurriendo. El «después» no se estima o anticipa como si se tratara de un desenlace deportivo o electoral: el «después» se parece más bien a una reinvención colectiva –no dirigida– que ya está en marcha.


Es en el «después», que ya estamos gestando, donde encontramos la incógnita pero también el combate. La pospandemia no solo es una incógnita, es también un campo en disputa. La «nueva normalidad» es, sobre todo, un territorio en construcción. Porque «normalidad» no remite únicamente a lo normal como «lo frecuente», sino fundamentalmente a lo normalizado. La normalidad, tal como la concebimos y practicamos hasta hace dos meses, está hoy suspendida y, además, puesta en duda. Mientras tanto, se producen desplazamientos en la opinión pública y en las creencias dominantes que subyacen al quehacer político, que podrían estar configurando una nueva normalidad fundada en el cuestionamiento de las (a)normalidades preexistentes.

Un primer aspecto de la discusión, o de la construcción, concierne a la temporalidad de lo que estamos viviendo, a la figura bajo la cual nos representamos este tiempo. ¿Se trata de un paréntesis excepcional y pasajero tras cuyo final se recreará la «normalidad» preexistente? ¿O se trata en realidad de una metamorfosis más profunda y duradera? De forma más o menos honesta, las respuestas que se vienen dando en el debate público mezclan deseos, intereses e ideologías.

La narrativa neoliberal empieza a mostrar, preventivamente, sus dientes frente a los gobiernos empoderados, frente a estos Estados nacionales con renovada centralidad. Sus intervenciones traslucen, sin demasiado disimulo, un claro subtexto: «Cuidado con confundir esta licencia con nueva normalidad». Se sugiere la idea de «atribuciones permitidas»; pero ¿permitidas por quién, permitidas para qué? La derecha fue la primera en precipitar con claridad la naturaleza ideológica de la discusión: «Algunos gobiernos han identificado una oportunidad para arrogarse un poder desmedido. 
Han suspendido el Estado de derecho e, incluso, la democracia representativa y el sistema de justicia», sostenía el manifiesto de la Fundación Internacional para la Libertad firmado, entre otros, por Mario Vargas Llosa, Loris Zanatta, José María Aznar y Mauricio Macri. ¿Acaso estas inquietudes o advertencias son el síntoma de un nuevo reparto de poder? ¿Se está alterando la cadena alimenticia entre política y mercado, entre medios privados y Estado? No lo sabemos. Lo que sí está claro es lo que ya se está «experimentando». Nada esconde más que lo evidente: actualmente el funcionamiento «normal» de los mercados ha sido detenido y completamente intervenido por decisiones políticas. En efecto, la política se está alzando contra el posibilismo fiscal y monetarista que la tiene sometida desde la revolución neoconservadora surgida en tiempos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

Los gobiernos están volcando inéditas cantidades de gasto público –«prohibidas» por la ortodoxia–, alzándose contra el posibilismo fiscal y ampliando (como pueden) sus desmanteladas o debilitadas redes de protección social. En este contexto, el decisionismo gubernamental es el fantasma que recorre los mercados del mundo. Lo más novedoso es que los gobiernos están implementando este «programa» con legitimidad y eficacia (en el sentido politológico de ambos términos).

¿La política se detuvo? ¿Estamos bajo la administración de la racionalidad sanitaria? De ningún modo. El confinamiento, con todas sus variaciones y originalidades nacionales, es esencialmente una decisión política y una política de Estado. La política ha recuperado resortes de poder perdidos y viene ampliando su campo de acción e intervención. Lo que cabe preguntarse es si, superada la emergencia, aceptará la política «devolver» esas «nuevas» atribuciones y regresar al «gobierno mínimo». Con una sociedad que demanda Estado, con poderes ejecutivos más afirmados sobre su propia autoridad, ¿qué incentivo podrían tener los líderes políticos para volver a resignar poder en manos de actores, sectores u organismos tan desprovistos de legitimidad y de «utilidad» pública? Máxime, teniendo en cuenta la magnitud y complejidad de los desafíos reparatorios que asoman por delante.

Una segunda dimensión alude a los términos y al lenguaje del debate: ¿salud versus economía? ¿libertad versus seguridad? Al no disponer de antecedentes y de experiencias que sirvan como mapas, este atípico escenario se vuelve irrepresentable. Frente a ese vacío, las nuevas expresiones (nueva normalidad) y simplificaciones binarias (¿salud o economía?) ayudan a navegarlo.

El lenguaje del debate no desempeña una función puramente descriptiva, sino que está íntimamente vinculado al aprendizaje político que podría incubar esta crisis. De acuerdo con una narrativa «posibilista», por ejemplo, llegó un virus peligroso y mortal, más adelante llegará la vacuna y, entonces, volveremos a la «normalidad» anterior. Final «feliz»: lo detenido se reseteará tal cual funcionaba. Sin embargo, la novedad más destacada de estos meses que detuvieron el mundo es el surgimiento de una narrativa más imaginativa, más audaz, por la cual esta excepcionalidad está alumbrando deficiencias de nuestras sociedades que habíamos «normalizado» y que ahora empezaremos a problematizar para revertir y reparar. Es decir, el lenguaje que usemos durante esta transición será también el lenguaje que estructurará la elaboración ideológica del trauma, aquel que irá jerarquizando las demandas y preocupaciones públicas de la próxima etapa. ¿Más Estado? ¿Más protección social? ¿Más control? ¿Menos de todo?

Es cierto que en las sociedades, en virtud de lo que Edgar Morin llamaba el «festival de incertidumbres», se ha acentuado la sed de autoridad política, pero también se ha generalizado una demanda de mayor protección pública. La primera podría dar pie a un orden político más autoritario, mientras que la segunda podría ser el origen de un orden social más justo. La política decidirá qué destino elige: las políticas del miedo o las políticas de la protección. El futuro incierto luce abierto a dos destinos posibles: la «política de la supervivencia», como la define Marc Abeles, o la «política del bienestar».

Se advierte un riesgo, sin embargo, en el nexo performativo entre lenguaje y futuro: que la discusión quede «confinada» al lenguaje sanitario o al lenguaje de la tecnología. No necesitaremos solamente nuevas interfaces, ni tampoco resulta deseable avanzar hacia un mundo regido por la tecnocracia epidemiológica (de inevitable afinidad electiva con una atomización paranoica). Necesitaremos reinventar una nueva normalidad, fundada en una «nueva moralidad» solidaria y en un Estado legitimado para orientarse verdaderamente hacia la protección, la igualdad y el bienestar.

Para pensar lo que he llamado, tomando prestada una creación de Luis Alberto Quevedo, «nueva moralidad», pueden resultar inspiradores los planteos de Robert Putnam, descendiente teórico de Alexis de Tocqueville, quien ha investigado las razones por las que la democracia y sus principales instituciones funcionan mejor en las sociedades dotadas de un mayor capital social, es decir, basadas en relaciones de confianza, normas de reciprocidad y redes de compromiso cívico. 

Sobre este punto, cabe interrogarnos sobre qué tipo de nueva moralidad se está forjando durante el encierro. Podríamos pensar, con un tono más distópico, que esta experiencia teñida de temores profundizará procesos de atomización e individualismo paranoico, expandiendo lo que el mismo Putnam denominó «familismo amoral»: cada cual cuidando su propio jardín. Por el contrario, podría suceder que estemos edificando una sociedad dotada de mayor capital social, surcada por nuevas horizontalidades, reciprocidades solidarias y tejidos colectivos mejor integrados. Lo mismo podríamos decir del impacto de las nuevas tecnologías, teniendo en cuenta que la digitalización avanzará aún más sobre esferas, hábitos y sectores que aún no habían sido transferidos al mundo digital.

La vida será más digital, lo real será más virtual; pero esa inevitable «evolución» no debería implicar necesariamente una fatalidad biopolítica, no debería significar la consolidación de las tecnologías de la vigilancia y de la personalización comercial. Esta vez, la pregunta involucra más a los ciudadanos que a los Estados: ¿seremos capaces de habitar estos universos digitales para cultivar la solidaridad y el «estar juntos»? ¿Seremos capaces de desandar el proceso de la algoritmización del deseo consumista en el que estábamos insertos y avanzar hacia plataformas del compartir, regidas por el intercambio no transaccional de palabras, afectos y cosas? Tampoco lo sabemos: lo cierto es que toda la sociedad se encuentra enredada en un proceso de aprendizaje colectivo; todos estamos transitando al mismo tiempo un proceso de experimentación social, política, tecnológica e institucional. La experimentación despierta creatividades dormidas y reformula, como dijimos anteriormente, el borde que separa lo normal de lo extraño, lo excepcional de lo rutinario.

Como explica e ilustra Thomas Piketty en su reciente libro Capital e ideología, toda desigualdad de propiedad, de rentas y de derechos está precedida, naturalizada y justificada por una «desigualdad ideológica». Nuestra vida contemporánea está regida por la ideología propietarista y meritocrática, que establece la frontera entre lo posible y lo imposible, entre lo justo y lo injusto. La pandemia está provocando efectos sísmicos y esas fronteras se están desplazando. Cuando lo normal deja de serlo, todo se cuestiona. Y cuando todo se cuestiona, todo se reinventa.

La solidaridad como afrenta al coronavirus

Una estrategia solidaria para enfrentar al coronavirus puede darnos una gran conclusión: que es necesario luchar por una sociedad donde la salud de todos sea más importante que las ganancias de unos pocos.


Una pandemia convierte el eslogan de la solidaridad en algo literal: un daño a uno es un daño a todos. Es por esto que intensifica el deseo frenético de separarse de la red de interdependencia y salir adelante solos.

El nuevo coronavirus pone en primer plano la lógica de un mundo que combina una realidad material de intensa interdependencia con sistemas políticos y morales que abandonan a la gente a su suerte. Al estar conectados –en el trabajo, en el bus y el metro, en la escuela, en las tiendas y mercados, con los sistemas de delivery–, nos podemos contagiar y somos vulnerables. Al estar moralmente aislados –se nos dice que cuidemos de nosotros mismos y de los nuestros–, nos estamos convirtiendo en sobrevivientes casa por casa, apartamento por apartamento, guardando suficientes latas y productos congelados, almacenando suficientes desinfectantes y medicinas para los resfríos, para así cortar vínculos y salir adelante por nuestra cuenta.

La lucha revela un sistema de clases en el que la posibilidad de retirarse es una marca de estatus. Quien tiene riqueza o un salario de una institución que lo contiene, y suficiente espacio en casa, posiblemente podrá ser capaz de llevar a cabo el truco esencialmente absurdo de aislarse por algunos meses desabasteciendo la red de comercio virtual como Costco y Trader Joe's. Pero para la mitad de la gente que vive en Estados Unidos, por ejemplo, que no tiene ahorros y que vive el día a día, en pequeños apartamentos con espacios reducidos para almacenar comida o que tiene que apresurarse todos los días a salir a buscar un ingreso, esto es sencillamente imposible. Mucha gente estará entonces fuera de sus casas, en el metro, las estaciones de servicio, teniendo que elegir entre la prudencia epidemiológica y la supervivencia económica porque simplemente no tiene más remedio. Y mientras esto sea cierto –mientras muchos salgan cada día y se mezclen unos con otros tratando de salir a flote–, habrá razones para pensar que solo una minoría estará a salvo. Extrapolando lo poco que sabemos sobre el virus, el número de portadores continuará aumentando. Mientras nuestro aislamiento moral y político nos lleva de vuelta al supermercado, nuestra interdependencia material hace que casi todos y todas seamos vulnerables.

«Lávate las manos» es un buen consejo pero también un recordatorio conmovedor de que este no es el tipo de problemas que solo la responsabilidad personal puede resolver. La epidemiología es un problema político. No es difícil diseñar los pasos que podrían aliviar nuestra cruel situación: una interrupción del trabajo, un apoyo masivo a los ingresos de los trabajadores (pagos de desempleo combinado con algún ingreso básico universal), una moratoria de hipotecas y desalojos. El tratamiento para el coronavirus y para síntomas relacionados con él debe ser gratuito y comprehensivo, sin preguntas previas (sobre situación migratoria, por ejemplo), para que nadie termine sin tratamiento por miedo o falta de recursos. Esto es, en el sentido más directo posible, bueno para todos. Es también la manera en que las personas pueden protegerse mutuamente frente a las vulnerabilidades y necesidades viendo los problemas de los demás como propios.

La crisis es tan apremiante y las posibilidades de éxito parecen tan reservadas a la elite que una pandemia también pone en evidencia que necesitamos del Estado si queremos sobrevivir. El torpe repertorio de Donald Trump –¡Todo está bien! ¡El virus es extranjero! ¡Estamos tomando fuertes medidas!– revela una vez más que no tiene una idea real de cómo usar el Estado, excepto como la plataforma para su propio exhibicionismo y como una cuenta bancaria para la corruptela. La clase a la que pertenece, un conjunto de oligarcas tardocapitalistas, es demasiado decadente, el resultado patente de su propia estupidez y espíritu egoísta, como para tener algún instinto de qué hacer en una crisis como esta. No obstante, algunas mentes más agudas tendrán varias ideas, muchas de ellas perjudiciales para mucha gente.

Existen tres escenarios básicos para esta crisis y para las futuras, todavía más mortíferas. El primero es la continuidad de la tendencia en Estados Unidos, básicamente privatista, con alguna participación de la salud pública en los testeos y en las pautas de funcionamiento del sistema. Los ricos se retiran, las clases medias y profesionales se autoaíslan tanto como pueden pero se mantienen vulnerables, y las clases trabajadoras y los pobres se enferman y mueren.

Incluso en una sociedad a menudo cruel como la estadounidense, esta es una receta que produce una reacción adversa, lo que da lugar a un segundo escenario: un nacionalismo de catástrofe. El coronavirus se asemeja a una versión acelerada de la crisis ambiental en que, al resaltar nuestra vulnerabilidad y nuestra interdependencia, les da una ventaja política a aquellos que pueden protegernos –sea a muchos o solo a algunos de nosotros–. Si no en esta epidemia, entonces en la siguiente, el «virus extranjero» de Trump puede encontrar un sucesor en un nacionalismo que tome verdaderas medidas materiales para proteger a «nuestro» pueblo mientras excluye, expulsa o se deshace del resto. Algo así es probablemente el escenario por defecto de la política en un mundo inestable y amenazador donde la mayoría de los poderes estatales opera a escala nacional, lo que supone una invitación constante al etnonacionalismo.

El tercer escenario es el solidario. Un daño a uno es, de hecho, un daño a todos; y no es solo que suene bien decirlo. Las respuestas a escala nacional a las crisis globales ecológicas y epidemiológicas constituyen una forma de mitigación provisional. En este mundo, cada país necesita de los demás para tener un sistema de energía y una infraestructura verde y una economía centrada en la salud y la reproducción social en lugar de la competencia precaria para conseguir un trabajo temporal. Necesitamos ejércitos activos de trabajadores de infraestructuras verdes y enfermeros y enfermeras más de lo que necesitamos a los ejércitos actuales; y necesitamos que todos los tengan. La lección de la crisis climática, que podemos conseguir una forma de abundancia material pública pero que el esfuerzo para tener abundancia privada universal nos va a matar a todos, se trasladó a la pandemia: podemos permitirnos un sistema de salud realmente público, pero si todo el mundo se ve obligado a tratar de mantenerse sano por sí mismo, no funcionará, y tratar de hacerlo terminará provocando muchas muertes.

¿Es esto imposible, estamos pidiendo demasiado? Vale la pena recordar que nuestro mundo de soledades gregarias, de ética individualista y de interdependencia material no ocurrió de repente. Se necesita una vasta e intrincada infraestructura para mantenernos a todos funcionando al servicio de los demás, y al servicio último del retorno al capital: desde las autopistas hasta los mercados de crédito y el régimen de comercio mundial. El hecho de que estos sistemas entrelazados están golpeando a los mercados financieros de todo el mundo, ante la perspectiva de que las personas puedan necesitar pasar unos cuantos meses recluidas en sus casas en lugar de apresurarse a intercambiar dinero, revela de qué manera esos mercados están finamente calibrados para tener ganancias, y hasta qué punto carecen de resiliencia ante cambios en las necesidades humanas.


Las manos y las mentes que construyeron este orden no carecen del poder para crear uno en el que se ponga la salud primero, en cada nivel: el de los individuos, las comunidades, el mundo y el planeta. Este es un orden diferente, profundamente resiliente, aun cuando para llegar allí se requiera de una lucha política por el valor de la vida misma, por decidir si estamos aquí para obtener ganancias o para ayudarnos unos a otros a vivir.

El rompecabezas económico cubano frente a la pandemia

La pandemia de Covid-19 genera diversos efectos negativos sobre la economía cubana. Pero a diferencia de los oscuros momentos de la década de 1990, el sector privado y cooperativo conjugan volumen y sofisticación. Para avanzar en las reformas, el país debe reconciliarse con un entramado social heterogéneo que le permita desatar el potencial emprendedor de la población cubana. Al mismo tiempo, existe el desafío de adaptar el viejo sistema de protección social a la nueva realidad.


La emergencia de salud derivada del Covid-19 tiene implicaciones económicas para todos los países, pero su impacto no es simétrico. Aunque es una característica típica de países en desarrollo, la economía cubana es muy sensible a la disponibilidad de divisas, de la que dependen las importaciones. Las compras externas son claves para sostener el consumo y la producción. Una crisis de estas proporciones solo puede empeorar el ya precario estado de la balanza de pagos de la isla.

El golpe será contundente. El Fondo Monetario Internacional (FMI) predice una caída de 6,1% del PIB en las economías desarrolladas. La Organización Mundial de Comercio (OMS) anticipa un retroceso del intercambio comercial de hasta un tercio. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) pronostica un descenso de 5,6% en la producción de la región. Estos guarismos son mucho peores que en la recesión de 2009. En los niveles sectoriales, el turismo y la aviación se cuentan entre los más afectados. La Organización Mundial del Turismo (OMT) anticipa un severo desplome de los viajes. De momento, la Unión Europea planea mantener las fronteras comunitarias cerradas hasta septiembre. Las economías más dependientes del sector recibirán un impacto superior, entre las que se incluyen el Caribe y, por supuesto, Cuba.

El impacto económico


La actividad productiva de la isla se venía desacelerando notablemente desde 2016. El crecimiento económico se redujo a la mitad entre 2016 y 2019, comparado con el periodo 2010-2015. En ello intervinieron factores tales como la crisis económica en Venezuela, la cancelación de contratos para prestación de servicios médicos (Brasil), el fin de la bonanza en el turismo internacional, el efecto de nuevas sanciones de Estados Unidos y las contradicciones de la reforma económica interna. La ponderación de uno u otro factor continúa siendo un tema de amplio debate en el país. Para el ciudadano medio, el síntoma más claro de los problemas económicos es la creciente escasez de productos de todo tipo, que incluye artículos de primera necesidad como alimentos, medicinas y combustible. Estos efectos se dejaron sentir ya desde diciembre de 2018. Las autoridades habían introducido medidas de ahorro de energía tan temprano como en el verano de 2016.

Entre los principales socios comerciales de Cuba, solo China tiene una predicción de crecimiento positivo para 2020, y es de 1,2%. Venezuela y España (primero y cuarto socios comerciales) se encuentran entre los más afectados. En el caso de Venezuela, con el efecto añadido del colapso de los precios del petróleo. La propia Cepal estima una contracción de 3,7% del PIB cubano, una cifra que con toda seguridad será revisada a la baja a mediados de año. El escenario es muy complejo, aunque es improbable un retorno al tristemente célebre Periodo Especial de principios de los años 90. El tejido productivo es más diversificado, la economía está más integrada al resto del mundo y los hogares no son tan dependientes del Estado para la satisfacción de sus necesidades vitales. De hecho, una parte muy significativa de sus ingresos provienen de remesas, visitantes extranjeros o negocios internacionales. La isla es más resiliente, pero sus habitantes son menos tolerantes a estrecheces materiales.

El impacto llega por múltiples canales. La contracción económica en los principales centros económicos tira hacia abajo la demanda externa. Un aspecto singular de la estructura económica cubana es que más de las dos terceras partes de las exportaciones se vinculan directamente a la salud y las personas (servicios médicos, medicamentos, turismo). Las ventas de níquel pueden verse gravemente afectadas a partir del hundimiento de las inversiones y la construcción. El metal y el azúcar ya venían sufriendo bajas cotizaciones, que pueden deprimirse aún más. A primera vista, el abaratamiento del petróleo luce como una buena noticia para un importador neto como Cuba, pero un análisis más atento relativiza esa apreciación. Varios de sus socios más cercanos, como Venezuela, Angola, Argelia, Qatar o Rusia, se verán severamente afectados, lo que puede rebotar en contra del comercio y el crédito.

En este escenario, los medicamentos tendrían una mejor perspectiva. La gran incógnita son los servicios médicos, ya que no están claras las condiciones para que Cuba logre «monetizar» esta emergencia sanitaria. El modelo de venta de servicios de salud basado en el envío de profesionales despegó a partir de 2005 en el mercado venezolano. Desde sus inicios, se ha basado en acuerdos intergubernamentales, en muchos casos favorecidos por la sintonía política entre los gobiernos. En años recientes, ha sido objeto de diferentes críticas, aunque no todas tienen las mismas motivaciones. Existen líneas ideológicas reconocibles en la procedencia de esas detracciones, además de que tienen como objetivo una de las principales fuentes de ingreso del país.

El punto más álgido es la forma de pago a los profesionales. Las retenciones más comunes suponen que más de la mitad del pago total es transferido al Estado cubano. Un análisis del asunto requiere un abordaje integral de las condiciones de prestación del servicio, y el hecho de que la financiación de los estudios superiores corre a cargo del presupuesto central, es decir, los paga toda la sociedad. Los países con Estados de Bienestar más avanzados tienden a tener impuestos a los salarios relativamente altos, que en países como Alemania pueden llegar a 50%. Por el hecho de que Cuba parece tener una ventaja competitiva en la prestación de servicios médicos, la sostenibilidad de ese modelo debería ser una cuestión de máxima importancia, y ello pasa por la disponibilidad y motivación del personal. Si la epidemia de Covid-19 induce un incremento a largo plazo del gasto sanitario, en un contexto de escasez de personal de salud, Cuba podría encontrar un nicho de mercado. En todo caso, la penetración de mercados más lucrativos y estables exigirá la readecuación del modelo de negocios, incluyendo los requisitos de contratación de los profesionales.

El turismo es una actividad fundamental para la isla. Y lo es también para muchos hogares y pequeños negocios. La prolongación del cierre de fronteras es una gran amenaza, como lo pueden ser cambios permanentes en los hábitos de viaje. Cada mes de cierre representa una pérdida de unos 140 millones de dólares. Hasta febrero, ya el arribo de visitantes mostraba una clara tendencia a la baja. Por otro lado, aunque la inversión extranjera no exhibía el avance esperado y las sanciones de Estados Unidos habían aumentado el riesgo asociado a esta actividad, el deterioro de las condiciones financieras internacionales supone un nuevo tropiezo. Cabe esperar que las autoridades cubanas busquen alivio adicional en sus acreedores. Antes de la epidemia, Cuba había negociado una posposición del pago de una parte de su compromiso de 2019 relacionado con el Club de París.

Tradicionalmente se ha considerado que los emigrados cubanos son muy fieles a sus familias, pero el desempleo masivo en Estados Unidos, donde vive la inmensa mayoría de esa diáspora, tendrá un impacto indiscutible. Por ejemplo, The Havana Consulting Group calcula caídas de entre 20-30% en los flujos. Los canales informales están, de momento, cancelados. Un efecto colateral es que el fortalecimiento de las vías formales va a canalizar recursos adicionales hacia el sistema financiero de la isla.

Hacia una nueva etapa en la política económica


Cuba llega a esta fase recesiva mundial con grandes vulnerabilidades que no pudieron resolverse en esta última década de reformas y se han agravado por las medidas de presión de la Casa Blanca. Las autoridades deberían evitar el error de confundir la revalorización de lo público y la efectividad de un manejo centralizado, a todas luces imprescindible en estas circunstancias, con la reforma necesaria e impostergable del modelo económico cubano.

El paquete de respuesta debe observar la situación de partida de los hogares, que es muy diferente del panorama de hace tres décadas. La estratificación social ha crecido, por lo que no todos van a verse afectados de la misma manera. Según expertos, 16% de los hogares cubanos tendría problemas para satisfacer algunas necesidades básicas. En este contexto se requiere la combinación de medidas universales junto con otras focalizadas en los grupos de riesgo. La capacidad de implementar paquetes de estímulo fiscal o monetario es muy limitada. El déficit en las cuentas públicas se ha disparado y la liquidez monetaria en manos de la población ha crecido 10 puntos porcentuales desde 2013, un síntoma claro de inflación reprimida. En estas circunstancias, se proponen aspectos a tener en cuenta para un programa mínimo que permita simultáneamente lidiar con la emergencia y rescatar la reforma económica.

Si la enorme inversión hotelera no estaba en correspondencia con niveles de ocupación lineal decrecientes, en las actuales condiciones solo cabe un replanteamiento a fondo de su ritmo y magnitud. El turismo será en cualquier caso un sector clave en la recuperación, pero la sobredependencia de una actividad ha probado ser nefasta en demasiadas ocasiones. Esta puede ser una oportunidad para repensar las bases sectoriales de la estructura productiva en los próximos años. ¿Cómo se posiciona el país si tienen lugar cambios permanentes en los patrones de viaje?

El contexto actual brinda una oportunidad insospechada para la reforma monetaria y cambiaria. La disminución brusca de la actividad económica y el aumento del racionamiento facilitarían la introducción de los cambios necesarios. En el plano político, cualquier efecto adverso no sería más grave que los derivados de los tropiezos del comercio minorista y la escasez generalizada. La gran lección es que mañana puede ser demasiado tarde: luego de décadas posponiendo el tránsito hacia un esquema monetario más sensato, las condiciones solo han empeorado.

Más allá de ayudas puntuales, las autoridades deben concebir un esquema universal de protección del ingreso y el consumo de las familias que incluya incentivos para la formalización y abarque los distintos grupos vulnerables: trabajadores y trabajadoras de sectores cuyo nivel de actividad disminuye bruscamente y donde el teletrabajo no es posible (servicios, manufactura no esencial); personas mayores de 60 años −más de 20% de la de la población cubana está en esta categoría−, de las que 343.000 viven solas; empleo informal y trabajadores contratados en el sector privado. Asimismo, el teletrabajo es una opción limitada no solo por la estructura de las ocupaciones, sino por el retraso de la infraestructura de comunicaciones. Se pueden ensayar esquemas con el sistema bancario para aminorar el impacto en el presupuesto. La ampliación del racionamiento es inevitable en el corto plazo y sirve al objetivo de extender cierta protección a aquellos que no califican para apoyo monetario directo. A su vez, una lista limitada de productos protege las finanzas públicas y permite mantener circuitos de aprovisionamiento que viabilicen la actividad empresarial, pública y privada. La distorsión más evidente es que el modelo de protección social ha permanecido anclado en un pasado de igualdad de ingresos que no se reproducirá en el futuro mediato.

En estos momentos, la economía necesita máxima flexibilidad para facilitar la recuperación del empleo. Desde 2010, dejando a un lado el ámbito informal, el sector privado ha sido el mayor generador de puestos de trabajo, y sus contribuciones al presupuesto se han multiplicado por cuatro. Pero el «cuentapropismo» enfrenta desafíos en muchos frentes. Por un lado, el marco regulatorio sigue siendo altamente restrictivo, incluso contradictorio respecto a los propios objetivos declarados en la reforma. Por ejemplo, en un país urgido de llevar adelante una reestructuración profunda de las empresas estatales, el código impositivo penaliza a los negocios que contratan más cantidad de de empleados. Las categorías aprobadas para el sector tienen poco que ver con el perfil educacional de la fuerza de trabajo. Cuba reconoce la inversión educativa como uno de sus mayores logros. La ausencia de un debate profundo sobre el tema y la limitada resonancia de los espacios donde sí tiene lugar alimentan percepciones estereotipadas y poco informadas sobre su papel en la economía y sobre todo el futuro económico de la nación.

Cualquier intento de revitalización debe considerar aquellas debilidades junto con otras propias de la coyuntura actual. Un problema inmediato es el acceso a insumos, lo que se podría intentar resolver ampliando la lista de productos que se expenden denominados en moneda extranjera. Ya este paso se había tomado con anterioridad, la novedad sería propiciar la utilización de las divisas en la inversión y creación de empleo. Para ello es importante disipar la incertidumbre sobre el futuro de los negocios. Se podría explorar el adelanto de algunas normas jurídicas del calendario legislativo que están directamente vinculadas a la actividad productiva, como la Ley de Empresas, Asociaciones y Sociedades Mercantiles, cuya aprobación está prevista recién para 2022. La carencia más notoria del enfoque hacia el sector es que no se ha logrado consagrar su integración orgánica al sistema productivo y social, a pesar de incontables discursos que reclaman desterrar los estereotipos. En ese marco, el país está llamado a seguir confrontando crecientes perturbaciones.

Las oportunidad de la pandemia


La pandemia deja lecciones claras respecto a la necesidad de acelerar el despliegue de redes confiables y servicios en línea. Muchos negocios privados, formales e informales, se dedican a la programación y la creación de servicios de tecnologías de información y comunicación (TIC), mientras que demasiados profesionales y técnicos abandonan la isla. Esta puede ser una oportunidad para consensuar una agenda conjunta para fortalecer la infraestructura y los servicios conexos, incluyendo las plataformas para las compras en línea, cuyo lanzamiento se ha caracterizado por la inestabilidad y el mal servicio. La asociación puede extenderse a los servicios de entrega, donde ya funcionan varios emprendimientos. La atención al cliente es otra de las áreas en las que se podrían idear esquemas de asociación, mediante la gestión de centros de llamadas (call centers).

En sintonía con lo anterior, sería conveniente regular los precios y la distribución de productos agropecuarios mediante comités conjuntos entre las autoridades y el sector privado y cooperativo. El objetivo debe ser maximizar la producción y garantizar la llegada de las producciones a los consumidores. Los controles desactualizados de precios y su aplicación divorciada de las condiciones reales han empeorado la escasez. Esto se podría combinar con un nuevo enfoque hacia la propiedad y administración de la tierra, lo que se ha pospuesto innecesariamente debido a rezagos ideopolíticos. Cuba ha vuelto una y otra vez sobre el tema agropecuario, dos veces desde 1990, sin conseguir el objetivo declarado de aumentar apreciablemente el nivel de autosuficiencia. Parece claro que el enfoque actual no está dando resultados, los problemas son serios y van más allá de la producción. En este ámbito también se podría considerar la aprobación de normas jurídicas incluidas en el calendario legislativo, como la Ley de Tierras y el modelo de gestión del sector agropecuario, comercialización de insumos, equipamientos y servicios agropecuarios (consideradas solo para 2022).

El cierre de fronteras también afecta severamente la importación individual de mercancías, uno de los canales de suministros usados por muchos emprendimientos. Panamá, México, Guyana, Estados Unidos, Haití y Rusia eran destinos muy populares para productos cubanos. Se ha estimado que las compras totales se situaban entre 1.500 y 2.000 millones de dólares anuales. Solamente en la Zona Libre de Colón, en Panamá, se hicieron encargos valorados en varios cientos de millones de dólares. Desde la flexibilización de la ley migratoria, los viajes de cubanos al extranjero se han más que duplicado. Una vez que se comience a normalizar el tráfico aéreo, se podría considerar flexibilizar los límites establecidos para la importación de mercancías, para suavizar la escasez y habilitar otro canal de suministro al sector privado.

Cuba tiene ante sí un dilema. O se encierra en sí misma y termina de sepultar la agenda de cambio que tanto entusiasmo despertó a inicios de la década pasada, o se reconcilia con un entramado social heterogéneo que le permita desatar el potencial de un pueblo emprendedor y sacrificado. Se puede administrar otra crisis o relanzar las transformaciones hacia un modelo de progreso social y prosperidad.

A diferencia de los oscuros momentos de la década de 1990, el sector privado y cooperativo conjugan volumen y sofisticación. Sus redes externas son más densas y diversas. Cuba hace mucho que es más que restaurantes y bellas playas, casas de renta y buena música. Sería lamentable equiparar el manejo de la pandemia con el programa económico que necesita el país para dar contenido a las promesas de bienestar y desarrollo. De momento, hay señales en uno u otro sentido. Las redes sociales, que se han convertido en un espejo de la realidad nacional, transpiran igualmente optimismo y desesperanza. El gobierno cubano no es responsable de la pandemia, pero todo lo que dejó de hacer o se hizo a medias incide en las condiciones en que llega a este complejo escenario. Circunstancias excepcionales pueden servir para forjar los consensos necesarios. El rompecabezas hay que leerlo en clave política.

Los médicos cubanos en el exterior


Apariencia y realidad

La presencia de médicos cubanos en el exterior resulta beneficiosa para muchos pueblos del mundo. No obstante, el personal sanitario constituye también una exportación fundamental para el Estado cubano y su forma de funcionamiento nos habla de las lógicas autoritarias del sistema de partido único y economía de comando que rige en la isla.




Es obviamente algo positivo que el gobierno cubano envíe al exterior a sus médicos para ayudar con la actual crisis sanitaria del covid-19. Para quienes los reciben, sin duda es un preciado regalo que salva vidas. Para muchas personas es una expresión más del carácter progresista del Estado cubano. Sin embargo, es importante destacar aspectos menos conocidos de este programa de médicos cubanos en el extranjero, incluidos los beneficios financieros obtenidos por el gobierno y las condiciones bajo las cuales sus médicos trabajan en la isla y en el extranjero, que exponen el carácter antidemocrático del régimen imperante y el impacto que esto tiene sobre el pueblo cubano.

Según declara, el gobierno de Cuba cobra a sus clientes en el extranjero por estos servicios médicos en una escala variable de acuerdo con las posibilidades económicas de cada país, y en ciertos casos proporciona los servicios sanitarios de sus médicos de forma gratuita. Sin embargo, no es tan conocido que la exportación de esos servicios médicos es, de hecho, el mayor negocio y fuente de ganancias del Estado cubano. En 2018, recaudó 6.300 millones de dólares por la exportación de servicios médicos, lo que constituyó su mayor fuente de divisas. Este monto equivale al doble de sus ingresos provenientes de las remesas de cubanos en el extranjero, su segunda mayor fuente de divisas, y supera los ingresos del turismo, que es su tercera fuente de ingresos. En 2019, los servicios médicos representaron 46% de las exportaciones cubanas y 6% del PIB de la isla.

A fines de 2018, las misiones médicas cubanas en el extranjero involucraron el traslado de 28.000 médicos y personal sanitario a 67 Estados, antes de que los médicos cubanos fueran expulsados de países como Brasil, Bolivia, El Salvador y Ecuador cuando sus respectivos gobiernos giraron a la derecha, y a la extrema derecha, como en el caso de Jair Bolsonaro en Brasil. En 2015 la exportación de servicios médicos llegó a un pico de 50.000 profesionales.

Los médicos cubanos reciben solo alrededor de 25% de lo que los gobiernos extranjeros pagan a las autoridades cubanas por sus servicios (la mayoría de los países anfitriones también proporcionan alojamiento gratuito a los cubanos, aunque de calidad muy variable). Estos médicos no tienen forma de negociar su salario con las autoridades cubanas, ya que no tienen derecho a organizar sindicatos independientes para defender sus reivindicaciones. En Cuba los sindicatos están controlados por el Estado y funcionan como meras correas de transmisión de las políticas y decisiones del Partido Comunista. Los médicos en el extranjero están sujetos a una serie de reglas gubernamentales que limitan su movilidad e intentan evitar las deserciones. Por ejemplo, tienen su compensación, o parte de ella, depositada por el Estado en la propia Cuba, y deben dejar a sus cónyuges y/o hijos menores en la isla. Además, deben entregar sus pasaportes a sus supervisores tan pronto como llegan al país extranjero donde ejercerán sus labores. La deserción tiene penalidades severas, como la prohibición de visitar Cuba durante ocho años pese a seguir siendo ciudadanos cubanos.

Sin embargo, los médicos cubanos están más que dispuestos a ejercer en el extranjero bajo el patrocinio de su gobierno. Además de los sentimientos humanitarios que pueden motivarlos, el muy reducido 25% del pago que reciben por sus servicios es mucho mejor de lo que normalmente ganarían en Cuba. Como señaló Ernesto Londoño en un artículo del New York Times de 2017 sobre los médicos cubanos en Brasil, un acuerdo de las autoridades cubanas y brasileñas en 2013 permitía que cada médico recibiese, después de la quita del gobierno cubano, 2.900 reales al mes (equivalentes a 1.400 dólares en 2013 y 908 dólares en 2017). Se trataba de una cantidad realmente extraordinaria en comparación con los 60 dólares mensuales que podían ganar en Cuba, incluso después del gran aumento salarial que se registró en Cuba en marzo de 2014. El número de médicos llegó a 18.000. Además de que ganaban mucho más dinero que en la isla, un tema no mencionado por Londoño es que el personal sanitario cubano en Brasil, así como en otros países, también obtenía acceso a una amplia gama de bienes de consumo no disponibles en Cuba. Los médicos pueden llevar esos bienes a casa a su regreso. Este es un buen ejemplo, en todo caso, de personas que se someten voluntariamente a condiciones de explotación por falta de alternativas.

El gobierno cubano, y sus defensores en el extranjero, a menudo justifican la quita de 75% en los salarios señalando que esta es una forma justa de reembolsar al Estado los gastos invertidos en su formación, en un sistema en el que la educación es gratuita. Sin embargo, el propio gobierno considera que los médicos cubanos han «pagado» su educación gratuita tras completar su «servicio social», al que contribuyen, inmediatamente después de su graduación, con sus habilidades recién adquiridas por un periodo de dos años a tiempo completo (tres años para los hombres cuando se combina con su servicio militar) dondequiera que el gobierno los asigne. (Un programa similar de un año de duración ha existido en México, donde la educación médica es gratuita, durante más de 80 años). Solo después de haber finalizado su servicio social los médicos pueden postular a vacantes en las localidades deseadas y bajo condiciones de trabajo más favorables. Sin embargo, desde el momento en que prestan su servicio social, son considerados empleados estatales (la práctica privada es ilegal) y están sujetos a las órdenes y condiciones dictadas unilateralmente por el Estado cubano. Por eso este sistema debe describirse como medicina estatal y no medicina socializada. Esto último permitiría, en un sistema democrático y socialista, que los médicos eligieran trabajar para organizaciones sociales no estatales –como sindicatos independientes, asociaciones de vecinos, consejos de trabajadores, gobiernos municipales– o para el Estado, como parte de un sistema universal público de salud, totalmente financiado por el presupuesto público.

No es sorprendente que muchos médicos opten por desertar una vez que prestan servicios en el extranjero, a pesar de las dificultades y los obstáculos involucrados. Organizar sindicatos independientes para desafiar el sistema de partido único de Cuba es muy arriesgado. La mayoría de los trabajadores de la isla, incluidos los médicos, probablemente ni siquiera lo consideran o creen que es una opción viable. Muchos de ellos desertaron y obtuvieron asilo en Estados Unidos bajo el Programa de Permisos para Profesionales Médicos Cubanos establecido por George W. Bush en 2006. Este programa permitió a los médicos cubanos estacionados en otros países obtener la residencia permanente en Estados Unidos y facilitar su práctica legal después de haber llegado al país. Cuando Barack Obama abolió el programa al final de su presidencia, en enero de 2017, unos 7.000 médicos cubanos se habían acogido a sus beneficios. No hace falta decir que, como ha sido el caso del criminal bloqueo económico estadounidense a Cuba desde 1960, el programa no fue creado para promover el bienestar del pueblo cubano o para restablecer la «democracia» en la isla, sino para atacar la economía cubana, en este caso mediante la «fuga de cerebros», para castigar a un régimen que no obedece las reglas del juego de Washington.

También vale la pena señalar que, a pesar de que Donald Trump ha eliminado muchas de las medidas de Obama para suavizar el bloqueo, no ha hecho nada para restablecer el programa médico de Bush, evidencia de que sus sentimientos y políticas antiinmigrantes son más fuertes que su anticomunismo. En ausencia de la vía de escape proporcionada por ese programa, al menos 150 médicos cubanos en Brasil recurrieron a los tribunales de ese país antes de que Bolsonaro asumiera el cargo para desafiar el acuerdo cubano-brasileño y exigir ser tratados como contratistas independientes con derecho a ganar salarios completos y no como empleados del Estado cubano. Las demandas judiciales decayeron después de que Bolsonaro llegara a la Presidencia y Cuba retirara a su personal médico (aproximadamente 8.000 personas) de ese país. En junio de 2019, hubo varios cientos de médicos cubanos enviados a trabajar a Brasil que se negaron a regresar a Cuba. Permanecieron en Brasil en un limbo, trabajando en lo que pudieron encontrar para sobrevivir, ya que no pueden ejercer la medicina a menos que aprueben un examen de reválida que no se ha convocado desde 2017. Sin embargo, recientemente, el gobierno brasileño contrató y autorizó a 157 médicos cubanos a prestar ayuda durante la crisis del covid-19 que ha estallado en ese país, agravada por las políticas criminalmente negligentes del gobierno de Bolsonaro.

Mientras tanto, la gente en Cuba también ha pagado un precio por la exportación de médicos. En un estudio de la economía cubana entre 2007 y 2017, el destacado economista cubano Carmelo Mesa-Lago indicó que por un lado, el sistema de salud universal y gratuito que se construyó en Cuba logró importantes mejoras, como una mayor disminución de la mortalidad infantil, la mejora en la cantidad de odontólogos por habitante (que, aunque importante, es solo parte de los graves problemas de la atención dental en Cuba) y un aumento en las vacunas cuyo resultado fue la eliminación o reducción de la mayoría de las enfermedades transmisibles. Pero por el otro, la mortalidad materna aumentó y la cantidad de policlínicos y hospitales disminuyó, incluidos los hospitales rurales y los centros de salud rurales/urbanos que se cerraron en 2001, por lo cual los pacientes debieron ser remitidos a hospitales regionales, con el consiguiente aumento en el tiempo y los costes de transporte, y mayores riesgos en casos de emergencia. Asimismo, descubrió que la cantidad de camas de hospital disponibles también se había recortado y que los costosos procedimientos de diagnóstico y prueba se habían reducido, mientras que los edificios y los equipos seguían deteriorándose. Además de una grave escasez de medicamentos, señalaba Mesa-Lago, los pacientes de hospital tenían que proporcionar su propio suministro de sábanas, almohadas y artículos similares.

En relación con la exportación de personal médico de Cuba al extranjero, los hallazgos de Mesa-Lago indican que si bien el número de médicos para el periodo 2007-2017 aumentó en 21%, estableciendo un nuevo récord en 2016 con 90.161 médicos nuevos, una vez que se restan los 40.000 médicos enviados al extranjero en 2017, esto reduce significativamente el número de médicos que trabajan en la isla a uno cada 224 habitantes, casi al nivel de 1993, el peor año de la crisis económica que siguió al colapso del bloque soviético. La contracción fue peor en el caso de los especialistas, una gran parte de los cuales fue a trabajar al extranjero. (El autor está personalmente familiarizado con el caso de una amiga cuya colonoscopía fue realizada de forma inapropiada por un técnico asignado para reemplazar a un especialista que había sido enviado al extranjero). Mesa-Lago agrega que la exportación de médicos ha tenido un efecto particularmente negativo en el programa de médicos de familia, un programa de mucho éxito creado por el gobierno en la década de 1980, que se redujo en 59% en el periodo 2007-2017. Para acabar de empeorar los ya graves problemas que afectaban el sistema de salud por la disminución del número de médicos que quedaban dentro de Cuba, hubo una caída de 22% (no necesariamente asociada al programa de exportación de médicos) de personal de salud de otras categorías, como técnicos y enfermeras, según los hallazgos de Mesa-Lago en ese mismo estudio

Recientemente, el covid-19 golpeó Cuba como lo hizo prácticamente en todo el mundo. Al 19 de mayo, 824 pacientes se encontraban en hospitales para vigilancia clínica epidemiológica y 2.053 personas se vigilaban en sus hogares. Una semana después, 434 pacientes estaban bajo observación en centros de salud y 1.823 estaban siendo seguidos en casa. Al 7 de junio, 2.191 personas testeadas habían dado positivo y 83 murieron. Si bien el gobierno cubano ha tomado medidas drásticas para detener el contagio, como cerrar el país a los turistas y detener el transporte público, es demasiado pronto para saber si ha tenido éxito, dada la escasa información independiente disponible sobre la situación general del tratamiento de los pacientes de covid-19 y la precisión de las estadísticas.


Muchos en la izquierda atribuyen los graves problemas que afectan el sistema de salud cubano, incluidos los causados específicamente por la exportación de médicos, al bloqueo económico de Estados Unidos. Es incuestionable que desde su establecimiento en 1960 este bloqueo ha tenido un impacto significativo en la economía cubana. Aunque Obama lo suavizó en su segundo mandato, Trump puso fin a la mayoría de los cambios positivos: volvió a limitar los viajes desde Estados Unidos hacia la isla, limitó las remesas y reafirmó el cierre del mercado estadounidense a los productos cubanos y la prohibición de las inversiones estadounidense en Cuba. De hecho, esta medida fue profundizada por Trump mediante el congelamiento de nuevas inversiones extranjeras en Cuba y la apelación, por primera vez, al título III de la Ley Helms-Burton de 1996, que permite demandar en tribunales estadounidenses a empresas y particulares (incluso extranjeros) por cualquier trato económico que implique terrenos o instalaciones confiscadas por el gobierno cubano a comienzos de los años 1960 a empresas estadounidenses. Además, extendió las sanciones a los bancos internacionales que realizan transacciones con Cuba. Aunque la Ley para la Reforma de las Sanciones Comerciales y el Incremento de las Exportaciones de Estados Unidos de 2000, aún en vigencia, autoriza la venta de alimentos y medicamentos a Cuba, impone en los hechos muchas dificultades a las operaciones comerciales, como la exigencia de que los pagos sean en efectivo y por adelantado (no se aceptan créditos bancarios) y el requerimiento de tantas licencias que se subvierte el propósito supuestamente liberalizador de la ley.

Sin embargo, debe tenerse en cuenta que solo Estados Unidos ha bloqueado a Cuba, y que muchos otros países capitalistas, especialmente Canadá, España (incluida la España de la dictadura de Francisco Franco) y otros países que se incorporaron a la Unión Europea, han mantenido relaciones económicas con la isla y le han brindado una amplia gama de oportunidades económicas desde el comienzo del bloqueo. Por lo tanto, el bloqueo estadounidense explica los problemas de Cuba solo hasta cierto punto. Mucho más importante ha sido el papel de una política económica burocrática, no democrática y dirigida por un partido único.

En todos sus aspectos esenciales, Cuba es una réplica del modelo socioeconómico y político soviético, donde una clase burocrática dirigía la economía sin ningún aporte institucional ni límites por parte de sindicatos independientes u otras organizaciones populares. Solo en internet –a lo que solo una minoría en la isla tiene acceso principalmente debido a su muy alto costo en relación con los salarios, y que el gobierno aún no ha podido controlar por completo– se pueden encontrar muchas voces críticas cubanas, incluidas las de las nacientes asociaciones independientes de la sociedad civil que están completamente excluidas de los medios de comunicación controlados por el Estado (periódicos, estaciones de televisión y radio).

Por ello, no hay transparencia ni discusión abierta y pública de los problemas de Cuba, ya sean políticos, sociales o económicos, a menos que el régimen decida habilitar alguna discusión pública para sus propios fines y siempre bajo su control. La información sobre la economía se distorsiona sistemáticamente y la transmisión de las necesarias señales para el buen funcionamiento económico es continuamente bloqueada: la auténtica retroalimentación, la información certera y las iniciativas independientes desde abajo se desalientan sistemáticamente para que el partido único de Estado no pierda el control. En ausencia de una vida pública abierta y democrática, los ciudadanos carecen del poder para hacer rendir cuentas a los planificadores. La falta de una prensa abierta y de cualquier medio independiente de comunicación de masas ha facilitado el encubrimiento, la corrupción y la ineficiencia en todo el sistema. La falta de democracia también promueve la apatía y el cinismo entre los trabajadores que no tienen ningún derecho significativo a intervenir independientemente en las decisiones, y mucho menos control sobre lo que sucede en su lugar de trabajo.

Esta ineficiencia y corrupción se han reflejado en todos los sectores de la sociedad cubana, incluido el sector de la salud. Hace diez años, el uruguayo Fernando Ravsberg, un periodista crítico pero no hostil al régimen cubano, al escribir sobre los hospitales en Cuba lamentaba el desperdicio de costosos equipos de oftalmología abandonados, sin usar, en varios almacenes; el desaprovechamiento de la nueva unidad de quemados del famoso Hospital Calixto García, al lado del campus principal de la Universidad de La Habana, que no se había utilizado ni un solo día desde que se inaugurara dos años antes. Las instalaciones eran inutilizables en cualquier caso, señalaba Ravsberg: el techo se había caído en varias ocasiones, y las muy caras bañeras para las personas quemadas no podían utilizarse debido a la baja presión del agua. Del mismo modo, la nueva sala de operaciones de vanguardia en ese hospital era inutilizable debido a las grandes fugas en las tuberías de agua y a un techo que goteaba cada vez que llovía. A su vez, los azulejos seguían despegándose de las paredes, debido a la falta de cemento, que probablemente había sido robado durante la construcción, como sucedió en el hospital Almejeiras, en el centro de La Habana.

Mucha gente de izquierda, aunque reconoce que el régimen cubano es antidemocrático, incluso económicamente ineficiente y «a veces» represivo, además de oponerse como se debe a la intervención estadounidense contra Cuba, considera al régimen cubano progresista y merecedor de su apoyo por su objetivo de sacar al pueblo cubano de la pobreza mediante su sistema de educación pública hasta la formación profesional y un sistema de atención médica universal. Esta posición implica un cálculo aritmético de ganancias y pérdidas en el que las ganancias en bienestar social compensan con creces la pérdida en términos de democracia y libertades políticas. Sin embargo, el bienestar de un pueblo está intrínsecamente conectado a la presencia o ausencia de democracia. Lo que ha sucedido con el sistema de salud es un ejemplo de ello, sobre todo el impacto que ha tenido la exportación de médicos al empeorar los problemas existentes en ese sector.

Hay una pérdida que no se puede tolerar cuando se trata de juzgar si un régimen en particular debe ser apoyado políticamente: la pérdida de autonomía política de clase, grupo (ya sea definido en términos de raza, género u orientación sexual) e individual, así como la ausencia de libertad para organizarse de forma independiente para defender los intereses de clase y de otros colectivos, junto con las libertades civiles y políticas asociadas para hacer posible y viable dicha independencia organizativa.

MUJERES QUE CUIDAN.. Hay una lección de género que sacar de esta pandemia



Qué es el coronavirus (COVID-19): síntomas, nuevos tratamientos y ...

En diversos países del mundo, las ciudadanas y los ciudadanos salen a aplaudir a quienes se hacen cargo del cuidado en tiempos de coronavirus. Son, en su mayoría, mujeres. Hay una lección de género que sacar de esta pandemia.

Una auxiliar de ayuda a domicilio en Madrid o una enfermera en Nueva York o una doctora en Chile. Una teleoperadora que trabaja desde su casa mientras cuida a sus hijos. Una trabajadora del hogar inmigrante y una trabajadora de la logística en Italia. Mujeres que ponen el cuerpo en la primera línea del combate contra la pandemia y la crisis social.

«Somos las grandes olvidadas», dice Isabel Calvo, auxiliar de ayuda a domicilio en Madrid. 

Son miles las mujeres que, como ella, salen cada día a trabajar en tiempos de cuarentena, porque no pueden dejar sin servicio a personas enfermas o mayores. «En una jornada completa podemos llegar a ver a seis usuarios, los ayudamos con las actividades básicas de la vida, el aseo, la comida, una cita de un médico, recoger un poquito la casa». 

Sin embargo, aunque están en contacto estrecho con personas en riesgo, no reciben la protección adecuada por parte de las empresas empleadoras. En los últimos días, Calvo ha tenido que contactar personalmente a diferentes asociaciones para conseguir material de protección, mascarillas o batas. «Parece que tiene que suceder, ojalá que no, la muerte de alguna compañera para que esto se visibilice, que se ponga en el mapa». 

16 Claves para frenar el Coronavirus | UniandesY aunque ellas actúan como una barrera protectora para que muchos casos no lleguen a la sanidad pública, nadie las cuida. «Necesitamos protección, para poder proteger a los demás», asegura.
Tre Kwon es enfermera en el Hospital Mount Sinai de Nueva York. Junto con sus compañeras, personal sanitario y de limpieza, han creado el Grupo de Trabajadoras de Primera Línea del Covid-19, una especie de escudo humano para sortear la tormenta que se desata sobre las salas de emergencia cada día. Mientras Donald Trump declara en los medios que «estamos todos juntos en esto», Tre Kwon piensa algo muy distinto. «Somos nosotras las que ponemos nuestros cuerpos en la línea de frente. Somos las que ponemos en riesgo a nuestras familias y a nosotras mismas en el trabajo». Ella tiene una beba de tres meses y había ahorrado algún dinero para poder tomarse una licencia maternal, pero al ver por televisión la gravedad de la crisis decidió volver al hospital junto a sus compañeras y compañeros. Enfermeras y personal médico de Nueva York, California, Missouri y Texas están protestando por la «falta de preparación» de los hospitales para enfrentar la pandemia en el país más poderoso del mundo.

Las trabajadoras del hogar y los cuidados son un sector totalmente feminizado, que ocupa a más de 700.000 personas en España. La mayoría son migrantes y una parte importante trabaja como internas, en la economía sumergida y en situación irregular, debido a los requisitos de la Ley de Extranjería, que no son fáciles de cumplir. En la última semana, el gobierno calificó a este sector como parte de los servicios esenciales si tienen a su cargo el cuidado de personas enfermas o mayores.

Marina Díaz lleva 13 años como trabajadora del hogar y pertenece a la Red de Hondureñas Migradas. «Con esta crisis sanitaria, económica y social estamos sufriendo mucho más la precariedad y vulnerabilidad, debido a que las medidas tomadas por el gobierno no son las suficientes». La situación se agrava, ya que no reciben insumos de protección para evitar los contagios. «El subsidio extraordinario aprobado por el gobierno no cubrirá a todas las trabajadoras del hogar y los cuidados y además se tardará para poder obtener esa ayuda, pero la crisis la estamos viviendo ya», explica. Díaz hace una pregunta simple: «Dicen que somos esenciales, que sostenemos la vida y la economía y facilitamos a personas, principalmente mujeres, que puedan trabajar fuera de sus hogares. ¿Entonces por qué no tenemos los mismos derechos que los demás trabajadores de España? ¿Qué es lo que impide la entrada al Régimen General de la Seguridad Social?».

Maddy era una trabajadora inmigrante, empleada en la empresa DHL de Piacenza, cerca de Milán. Estaba organizada junto al sindicato de base Si-Cobas y participó de las huelgas que se desataron en el norte de Italia para exigir condiciones de protección sanitaria y el cierre de las empresas no esenciales cuando empezó la cuarentena. Falleció el 24 de marzo, después de contagiarse coronavirus. Sus compañeras y compañeros de trabajo prometen no olvidarla. El lema de muchas de estas huelgas era «Nuestra salud, antes que sus ganancias». Cuando se tiene que ir a la huelga para no morir, es que hay un sistema que merece perecer.

La pandemia, con epicentro en Italia, España y Estados Unidos, ha puesto al desnudo las profundas contradicciones del capitalismo patriarcal, donde los trabajos de cuidados y los empleos más precarios siguen recayendo en las mujeres. Durante las décadas de ofensiva neoliberal se desplegaron múltiples tendencias que aumentaron como nunca el entrelazamiento de los agravios de clase, género y racismo para las mujeres trabajadoras.

Mientras el Estado recortaba drásticamente los presupuestos de salud, educación y servicios sociales –preparando así el colapso del sistema sanitario ante pandemias como la actual–, se incentivó la expansión de empresas privadas en estos sectores, que emplean trabajo femenino, precario y sin derechos. Al mismo tiempo, el ingreso en el mundo laboral de millones de mujeres en todo el planeta, especialmente en los países más ricos, supuso un aumento de la demanda de mano de obra de mujeres migrantes, tercerizando el trabajo del hogar como trabajo asalariado.

Pero la mayor feminización de la fuerza laboral no implicó una reducción de la carga del trabajo doméstico en los hogares para gran parte de las mujeres. Y en esta crisis, esa contradicción también estalla. ¿Cómo combinas el teletrabajo con cuidar a tus hijos durante todo el día? ¿O cómo cuidas adecuadamente a tu familia, si has sido despedida y tienes que elegir entre pagar el alquiler o comprar comida?

Si la conciliación familiar ya era una tarea titánica para la mayoría de las mujeres en tiempos «normales», qué decir cuando tienes que sortear la presión de los jefes y el cuidado de los niños, al mismo tiempo, dentro de las cuatro paredes del hogar. ¿Y qué ocurre cuando no se puede establecer un espacio físico de teletrabajo separado del resto de la familia, en pequeños pisos sin condiciones adecuadas?
EAPN - ES alerta del impacto del COVID-19 en las personas en ...
La crisis múltiple que estamos atravesando (crisis sanitaria, económica, geopolítica y social) desvela la barbarie de un sistema capitalista patriarcal que no puede asegurar ni siquiera la atención médica a gran parte de la población, donde algunas corporaciones capitalistas se lucran con la producción e investigación de vacunas, mientras se trata a las personas mayores o las que están enfermas como material descartable. Un sistema que se encamina hacia una probable depresión y que intentará, una vez más, reconstruir el ciclo de acumulación sobre los cuerpos cansados y explotados de las mujeres y el conjunto de la clase trabajadora, a costa de la vida de millones.

Pero algo está cambiando. Cuando miles de personas aplauden desde sus balcones a las enfermeras y al personal médico, cuando se viraliza un video en el que aplauden a las limpiadoras de un hospital, cuando alguien le agradece a la cajera de un supermercado, está empezando a coger fuerza una idea: podemos vivir sin banqueros, sin grandes empresarias que rompan los techos de cristal, pero no podemos vivir sin las trabajadoras del campo, sin las que cuidan a niños y ancianos, sin las que producen nuestros alimentos y nuestra ropa. Una vez que esta idea prenda, será difícil apagar el fuego.

by REINALDO RODRIGUEZ HERNANDEZ.

Un mundo post-coronavirus


Quisiera en este artículo contribuir a estos grandes debates, con una reflexión que propone avanzar de modo precario en algunas lecciones que nos ofrece la gran pandemia y bosquejar alguna hipótesis acerca del escenario futuro posible.

Es necesario asumir las causas ambientales de la pandemia, junto con las sanitarias, y colocarlas también en la agenda política. Esto nos ayudaría a prepararnos positivamente para responder al gran desafío de la humanidad, la crisis climática, y a pensar en un gran pacto ecosocial y económico.

Pandemias hubo muchas en la historia, comenzando por la peste negra en la Edad Media y pasando por las enfermedades que vinieron de Europa y arrasaron con la población autóctona en América en tiempos de la conquista. Se estima que entre la gripe, el sarampión y el tifus murieron entre 30 y 90 millones de personas. Más recientemente, todos evocan la gripe española (1918-1919), la gripe asiática (1957), la gripe de Hong Kong (1968), el VIH / sida (desde la década de 1980), la gripe porcina AH1N1 (2009), el SARS (2002), el ébola (2014), el MERS (coronavirus, 2015) y ahora el Covid-19.

Sin embargo, nunca vivimos en estado de cuarentena global, nunca pensamos que sería tan veloz la instalación de un Estado de excepción transitorio, un Leviatán sanitario, por la vía de los Estados nacionales. En la actualidad, casi un tercio de la humanidad se halla en situación de confinamiento obligatorio. 

Por un lado, se cierran fronteras externas, se instalan controles internos, se expande el paradigma de la seguridad y el control, se exige el aislamiento y el distanciamiento social. 

Por otro lado, aquellos que hasta ayer defendían políticas de reducción del Estado hoy rearman su discurso en torno de la necesaria intervención estatal, se maldicen los programas de austeridad que golpearon de lleno la salud pública, incluso en los países del Norte global...

Resulta difícil pensar que el mundo anterior a este año de la gran pandemia fuera un mundo «sólido», en términos de sistema económico y social. El coronavirus nos arroja al gran ruedo en el cual importan sobre todo los grandes debates societales: cómo pensar la sociedad de aquí en más, cómo salir de la crisis, qué Estado necesitamos para ello; en fin, por si fuera poco, se trata de pensar el futuro civilizatorio al borde del colapso sistémico.

La vuelta del Estado y sus ambivalencias: el Leviatán sanitario y sus dos caras.

Reformulando la idea de Leviatán climático de Geoff Mann y Joel Wainwright, podemos decir que estamos hoy ante la emergencia de un Leviatán sanitario transitorio, que tiene dos rostros. Por un lado, parece haber un retorno del Estado social. Así, las medidas que se están aplicando en el mundo implican una intervención decidida del Estado, lo cual incluye desde gobiernos con Estados fuertes –Alemania y Francia– hasta gobiernos con una marcada vocación liberal, como Estados Unidos. 

La situación es de tal gravedad, ante la pérdida de empleo y los millones de desocupados que esta crisis generará, que incluso los economistas más liberales están pensando en un segundo New Deal en el marco de esta gran crisis sistémica. A mediano y largo plazo, la pregunta siempre es a qué sectores beneficiarán estas políticas. Por ejemplo, Donald Trump ya dio una señal muy clara; la llamada Ley de Ayuda, Alivio y Seguridad Económica contra el Coronavirus (CARES, por sus siglas en inglés) es un paquete de estímulos de dos billones de dólares para, entre otros objetivos, rescatar sectores sensibles de la economía, entre los cuales está la industria del fracking, una de las actividades más contaminantes y más subsidiadas por el Estado.

Por otro lado, el Leviatán sanitario viene acompañado del Estado de excepción. Mucho se escribió sobre esto y no abundaremos. Basta decir que los mayores controles sociales se hacen visibles en diferentes países bajo la forma de violación de los derechos, de militarización de territorios, de represión de los sectores más vulnerables. En realidad, en los países del Sur, antes que una sociedad de vigilancia digital al estilo asiático, lo que encontramos es la expansión de un modelo de vigilancia menos sofisticado, llevado a cabo por las diferentes fuerzas de seguridad, que puede golpear aún más a los sectores más vulnerables, en nombre de la guerra contra el coronavirus.

Una pregunta resuena todo el tiempo: ¿hasta dónde los Estados tienen las espaldas anchas para proseguir en clave de recuperación social? Esto es algo que veremos en los próximos tiempos y a este devenir no serán ajenas las luchas sociales, esto es, los movimientos desde abajo, pero también las presiones que ejercerán desde arriba los sectores económicos más concentrados.

Por otro lado, es claro que los Estados periféricos tienen muchos menos recursos, ni que hablar Argentina, a raíz de la situación de cuasi default y de desastre social en que la ha dejado el último gobierno de Mauricio Macri. 

Ningún país se salvará por sí solo, por más medidas de carácter progresista que implemente. Todo parece indicar que la solución es global y requiere de una reformulación radical de las relaciones Norte-Sur, en el marco de un multilateralismo democrático, que apunte a la creación de Estados nacionales en los cuales lo social, lo ambiental y lo económico aparezcan interconectados y en el centro de la agenda.

Las crisis como aprendizajes para no caer en falsas soluciones

La pandemia pone de manifiesto el alcance de las desigualdades sociales y la enorme tendencia a la concentración de la riqueza que existe en el planeta. Esto no constituye una novedad, pero sí nos lleva a reflexionar sobre las salidas que han tenido otras crisis globales. En esa línea, la crisis global que aparece como el antecedente más reciente, aun si tuvo características diferentes, es la de 2008. Causada por la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, la crisis fue de orden financiero y se trasladó a otras partes del mundo para convertirse en una convulsión económica de proporciones globales. También persiste como el peor recuerdo en cuanto a la resolución de una crisis, cuyas consecuencias todavía estamos viviendo. Salvo excepciones, los gobiernos organizaron salvatajes de grandes corporaciones financieras, incluyendo a los ejecutivos de estas, que emergieron al final de la crisis más ricos que nunca.

Así, en términos sociales y a escala mundial, la reconfiguración fue regresiva. Suele decirse que la economía volvió a recuperarse, pero el 1% de los más ricos pegó un salto y la brecha de la desigualdad creció. Recordemos el surgimiento del movimiento Occupy Wall Street, en 2011, cuyo lema era «Somos el 99%». Millones de personas perdieron sus casas en el mundo y quedaron sobreendeudados y sin empleo, la desigualdad se profundizó, los planes de ajuste y la desinversión en salud y educación se expandieron por numerosos países, algo que ilustra de manera dramática un país como Grecia, pero que se extiende a países como Italia, España e incluso Francia. En vísperas del Foro de Davos, en enero de 2020, un informe de Oxfam consignaba que de solo «2.153 milmillonarios que hay en el mundo poseen más riqueza que 4.600 millones de personas (60% de la población mundial)». En términos políticos globales, produjo enormes movimientos tectónicos, ilustrados por la emergencia de nuevos partidos y liderazgos autoritarios en todo el mundo: una derecha reaccionaria y autoritaria, que incluye desde el Tea Party hasta Donald Trump, desde Jair Bolsonaro hasta Scott Morrison, desde Matteo Salvini hasta Boris Johnson, entre otros.

Por otro lado, si hasta hace pocos años se consideraba que América Latina marchaba a contramano del proceso de radicalización en clave derechista que hoy atraviesan parte de Europa y Estados Unidos, con sus consecuencias en términos de aumento de las desigualdades, xenofobia y antiglobalismo, hay que decir que, en los últimos tiempos, nuevos vientos ideológicos recorren la región, sobre todo luego de la emergencia de Bolsonaro en Brasil y el golpe en Bolivia. A esto hay que añadir que América Latina, si bien sobrevivió en pleno «Consenso de los Commodities» a la crisis económica y financiera de 2008 gracias al alto precio de las materias primas y la exportación a gran escala, poco logró conservar de aquel periodo de neoextractivismo de vacas gordas. En la actualidad, continúa siendo la región más desigual del mundo (20% de la población concentra 83% de la riqueza), es la región donde se registra un mayor proceso de concentración y acaparamiento de tierras (gracias a la expansión de la frontera agropecuaria), además de ser la zona del mundo más peligrosa para activistas ambientales y defensores de derechos humanos (60% de los asesinatos a defensores del ambientes, cometidos en 2016 y 2017, ocurrieron en América Latina) y, por si fuera poco, es la región más insegura para las mujeres víctimas de femicidio y violencia de género.

Así, la resolución de la crisis de 2008 y sus efectos negativos se hacen sentir hoy con claridad. Estas salidas, que acentuaron la concentración de la riqueza y el neoliberalismo depredador, deben funcionar hoy como un contraejemplo eficaz y convincente para apelar a propuestas innovadoras y democráticas que apunten a la igualdad y la solidaridad. Al mismo tiempo, deberían hacernos reflexionar acerca de que ni siquiera aquellos países del Sur que durante el «Consenso de los Commodities» sortearon la crisis y aprovecharon la rentabilidad extraordinaria a través de la exportación de las materias primas, utilizando las recetas del neoextractivismo, funcionaron ni pueden presentarse como la encarnación de un modelo positivo.

Ocultamiento de las causas ambientales e hiperpresencia.

Anteriormente afirmé que la reconfiguración social, económica y política después de la crisis de 2008 fue muy negativa. Quisiera ahora detenerme un poco en las causas ambientales de la pandemia. Hoy leemos en numerosos artículos, corroborados por diferentes estudios científicos, que los virus que vienen azotando a la humanidad en los últimos tiempos están directamente asociados a la destrucción de los ecosistemas, a la deforestación y al tráfico de animales silvestres para la instalación de monocultivos. Sin embargo, pareciera que la atención sobre la pandemia en sí misma y las estrategias de control que se están desarrollando no han incorporado este núcleo central en sus discursos. Todo eso es muy preocupante.

¿Acaso alguien escuchó en algun discurso alguna alusión a la problemática ambiental que está detrás de esto?

¿Escucharon en las últimas semanas gracias a la férrea política preventiva y a su permanente contacto y toma de decisiones con un comité de expertos, haya hablado alguna vez de las causas socioambientales de la pandemia? 

Las causas socioambientales de la pandemia muestran que el enemigo no es el virus en sí mismo, sino aquello que lo ha causado. Si hay un enemigo, es este tipo de globalización depredadora y la relación instaurada entre capitalismo y naturaleza. 

Aunque el tópico circula por las redes sociales y los medios de comunicación, no entra en la agenda política. Esta «ceguera epistémica» –siguiendo el término de Horacio Machado Aráoz– tiene como contracara la instalación de un discurso sin precedentes.

La proliferación de metáforas bélicas y el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial atraviesan los discursos, desde Macron y Merkel hasta Trump y Xi Jinping. Algo que se repite en Alberto Fernández, quien habla constantemente del «enemigo invisible». En realidad, esta figura puede fomentar la cohesión de una sociedad frente al miedo del contagio y de la muerte, «cerrando filas ante el enemigo común», pero no contribuye a entender la raíz del problema, sino más bien a ocultarlo, además de naturalizar y avanzar en el control social sobre aquellos sectores considerados como más problemáticos (los pobres, los presos, los que desobedecen al control).

El discurso bélico confunde y oculta las raíces del problema, atacando el síntoma, pero no las causas profundas, que tienen que ver con el modelo de sociedad instaurado por el capitalismo neoliberal, a través de la expansión de las fronteras de explotación y, en este marco, por la intensificación de los circuitos de intercambio con animales silvestres, que provienen de ecosistemas devastados. 

Por último, la fórmula bélica se asocia más al miedo que a la solidaridad y ha conllevado incluso una multiplicación de la vigilancia ante el incumplimiento de las medidas dictadas por los gobiernos para evitar los contagios. 

No son pocos los relatos, en Cuba así como en otros países, que dan cuenta de la asociación entre el discurso bélico y la figura del «ciudadano policía», erigido en atento vigía, dispuesto a denunciar a su vecino al menor desliz en la cuarentena. En suma, es necesario abandonar el discurso bélico y asumir las causas ambientales de la pandemia, junto con las sanitarias, y colocarlas en la agenda pública, lo cual ayudaría a prepararnos positivamente para responder al gran desafío de la humanidad: la crisis climática.

Horizontes posibles. Desde el paradigma del cuidado hasta el gran pacto ecosocial y económico

El año de la gran pandemia nos instala en una encrucijada civilizatoria. Frente a nuevos dilemas políticos y éticos, nos permite repensar la crisis económica y climática desde un nuevo ángulo, tanto en términos multiescalares (global/nacional/local) como geopolíticos (relación Norte/Sur bajo un nuevo multilateralismo). Podríamos formular el dilema de la siguiente manera. O bien vamos hacia una globalización neoliberal más autoritaria, un paso más hacia el triunfo del paradigma de la seguridad y la vigilancia digital instalado por el modelo asiático, tan bien descrito por el filósofo Byung-Chul Han, aunque menos sofisticado en el caso de nuestras sociedades periféricas del Sur global, en el marco de un «capitalismo del caos», como sostiene el analista boliviano Pablo Solón. O bien, sin caer en una visión ingenua, la crisis puede abrir paso a la posibilidad en la construcción de una globalización más democrática, ligada al paradigma del cuidado, por la vía de la implementación y el reconocimiento de la solidaridad y la interdependencia como lazos sociales e internacionales; de políticas públicas orientadas a un «nuevo pacto ecosocial y económico», que aborde conjuntamente la justicia social y ambiental.

Las crisis, no hay que olvidarlo, también generan procesos de «liberación cognitiva», como dice la literatura sobre acción colectiva y Doug McAdam en particular, lo cual hace posible la transformación de la conciencia de los potenciales afectados; esto es, hace posible superar el fatalismo o la inacción y torna viable y posible aquello que hasta hace poco era inimaginable. Esto supone entender que la suerte no está echada, que existen oportunidades para una acción transformadora en medio del desastre. Lo peor que podría ocurrir es que nos quedemos en casa convencidos de que las cartas están marcadas y que ello nos lleve a la inacción o a la parálisis, pensando que de nada sirve tratar de influir en los procesos sociales y políticos que se abren, así como en las agendas públicas que se están instalando. Lo peor que podría suceder es que, como salida a la crisis sistémica producida por la emergencia sanitaria, se profundice «el desastre dentro del desastre», como afirma la feminista afroaestadounidense Keeanga-Yamahtta Taylor, recuperando el concepto de Naomi Klein de «capitalismo del desastre». Hay que partir de la idea de que estamos en una situación extraordinaria, de crisis sistémica, y que el horizonte civilizatorio no está cerrado y todavía está en disputa.

En esa línea, ciertas puertas deben cerrarse (por ejemplo, no podemos aceptar una solución como la de 2008, que beneficie a los sectores más concentrados y contaminantes, ni tampoco más neoextractivismo), y otras que deben abrirse más y potenciarse (un Estado que valorice el paradigma del cuidado y la vida), tanto para pensar la salida de la crisis como para imaginar otros mundos posibles. Se trata de proponer salidas a la actual globalización, que cuestionen la actual destrucción de la naturaleza y los ecosistemas, que cuestionen una idea de sociedad y vínculos sociales marcados por el interés individual, que cuestionen la mercantilización y la falsa idea de «autonomía». En mi opinión, las bases de ese nuevo lenguaje deben ser tanto la instalación del paradigma del cuidado como marco sociocognitivo como la implementación de un gran pacto ecosocial y económico, a escala nacional y global.

En primer lugar, más que nunca, se trata de valorizar el paradigma del cuidado, como venimos insistiendo desde el ecofeminismo y los feminismos populares en América Latina, así como desde la economía feminista; un paradigma relacional que implica el reconocimiento y el respeto del otro, la conciencia de que la supervivencia es un problema que nos incumbe como humanidad y nos involucra como seres sociales. Sus aportes pueden ayudarnos a repensar los vínculos entre lo humano y lo no humano, a cuestionar la noción de «autonomía» que ha generado nuestra concepción moderna del mundo y de la ciencia; a colocar en el centro nociones como la de interdependencia, reciprocidad y complementariedad. Esto significa reivindicar que aquellas tareas cotidianas ligadas al sostenimiento de la vida y su reproducción, que han sido históricamente despreciadas en el marco del capitalismo patriarcal, son tareas centrales y, más aún, configuran la cuestión ecológica por excelencia. Lejos de la idea de falsa autonomía a la que conduce el individualismo liberal, hay que entender que somos seres interdependientes y abandonar las visiones antropocéntricas e instrumentales para retomar la idea de que formamos parte de un todo, con los otros, con la naturaleza. En clave de crisis civilizatoria, la interdependencia es hoy cada vez más leída en términos de ecodependencia, pues extiende la idea de cuidado y de reciprocidad hacia otros seres vivos, hacia la naturaleza.

En este contexto de tragedia humanitaria a escala global, el cuidado no solo doméstico sino también sanitario como base de la sostenibilidad de la vida cobra una significación mayor. Por un lado, esto conlleva una revalorización del trabajo del personal sanitario, mujeres y hombres, médicos infectólogos, epidemiólogos, intensivistas y generalistas, enfermeros y camilleros, en fin, el conjunto de los trabajadores de la salud, que afrontan el día a día de la pandemia, con las restricciones y déficits de cada país, al tiempo que exige un abandono de la lógica mercantilista y un redireccionamiento de las inversiones del Estado en las tareas de cuidado y asistencia. Por otro lado, las voces y la experiencia del personal de la salud serán cada vez más necesarias para colocar en la agenda pública la inextricable relación que existe entre salud y ambiente, de cara al colapso climático. Nos aguardan no solo otras pandemias, sino la multiplicación de enfermedades ligadas a la contaminación y al agravamiento de la crisis climática. Hay que pensar que la medicina, pese a la profunda mercantilización de la salud a la que hemos asistido en las últimas décadas, no ha perdido su dimensión social y sanitarista, tal como podemos ver en la actualidad, y que de aquí en más se verá involucrada directamente en los grandes debates societales y, por ende, en los grandes cambios que nos aguardan y en las acciones para controlar el cambio climático, junto con sectores ecologistas, feministas, jóvenes y pueblos originarios.

En segundo lugar, esta crisis bien podría ser la oportunidad para discutir soluciones más globales, en términos de políticas públicas. Hace unos días la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD, por sus siglas en inglés), propuso un nuevo Plan Marshall que libere 2,5 billones de dólares de ayuda a los países emergentes, que implique el perdón de las deudas y un plan de emergencia en servicios de salud, así como programas sociales. La necesidad de rehacer el orden económico mundial, que impulse un jubileo de la deuda, aparece hoy como posible. Aparece también posible impulsar un ingreso ciudadano, debate que se ha reactivado al calor de una pandemia que destruye millones de puestos de trabajo, además de profundizar la precarización laboral, mediante esquemas de teletrabajo que extienden la jornada laboral.

En el contexto de esta pandemia, ha habido algunas señales. Por ejemplo, Chris Stark, jefe ejecutivo del Comité sobre Cambio Climático del Reino Unido (CCC), sostuvo que la inyección de recursos que los gobiernos deben insuflar en la economía para superar la crisis del Covid-19 debe tener en cuenta los compromisos sobre el cambio climático, esto es, el diseño de políticas y estrategias que no sean solo económicas sino también un «estímulo verde». En Estados Unidos un grupo de economistas, académicos y financistas agrupados bajo la consigna del estímulo verde (green stimulus) enviaron una carta en la que instaron al Congreso a que presione aún más para garantizar que los trabajadores estén protegidos y que las empresas puedan operar de manera sostenible para evitar las catástrofes del cambio climático, especialmente en una economía marcada por el coronavirus.

Así, no hay aquí un imaginario de la reconstrucción ligado al recuerdo del Plan Marshall (Europa) o el New Deal (Estados Unidos). Lo que existe es un imaginario de la concertación social, ligado al peronismo, en el cual la demanda de reparación (justicia social) continúa asociada a una idea hegemónica del crecimiento económico, que hoy puede apelar a un ideal industrializador, pero siempre de la mano del modelo extractivo exportador, por la vía eldoradista (Vaca Muerta), el agronegocio y, en menor medida, la minería a cielo abierto. La presencia de este imaginario extractivista/desarrollista poco contribuye a pensar las vías de una «transición justa» o a emprender un debate nacional en clave global del gran pacto ecosocial y económico. Antes bien, lo distorsiona y lo vuelve decididamente peligroso, en el contexto de crisis climática.

Esto no significa que no haya narrativas emancipatorias disponibles ni utopías concretas en América Latina. No hay que olvidar que en ka región existen nuevas gramáticas políticas, surgidas al calor de las resistencias locales y de los movimientos ecoterritoriales (rurales y urbanos, indígenas, campesinos y multiculturales, las recientes movilizaciones de los más jóvenes por la justicia climática ), que plantean una nueva relación entre humanos, así como entre sociedad y naturaleza, entre humano y no humano. En el nivel local se multiplican las experiencias de carácter prefigurativo y antisistémico, como la agroecología, que ha tenido una gran expansión, por ejemplo, incluso en un país tan transgenizado como Argentina. Estos procesos de reterritorialización van acompañados de una narrativa político-ambiental, asociada al «buen vivir», el posdesarrollo, el posextractivismo, los derechos de la naturaleza, los bienes comunes, la ética del cuidado y la transición socioecológica justa, cuyas claves son tanto la defensa de lo común y la recreación de otro vínculo con la naturaleza como la transformación de las relaciones sociales, en clave de justicia social y ambiental.

De lo que se trata es de construir una verdadera agenda nacional y global, con una batería de políticas públicas, orientadas hacia la transición justa. Esto exige sin duda no solo una profundización y debate sobre estos temas, sino también la construcción de un diálogo Norte-Sur, con quienes están pensando en un Green New Deal, a partir de una nueva redefinición del multilateralismo en clave de solidaridad e igualdad.

Nadie dice que será fácil, pero tampoco es imposible. Necesitamos reconciliarnos con la naturaleza, reconstruir con ella y con nosotros mismos un vínculo de vida y no de destrucción. El debate y la instalación de una agenda de transición justa pueden convertirse en una bandera para combatir no solo el pensamiento liberal dominante, sino también la narrativa colapsista y distópica que prevalece en ciertas izquierdas y la persistente ceguera epistémica de tantos progresismos desarrollistas. La pandemia del coronavirus y la inminencia del colapso abren a un proceso de liberación cognitiva, a través del cual puede activarse no solo la imaginación política tras la necesidad de la supervivencia y el cuidado de la vida, sino también la interseccionalidad entre nuevas y viejas luchas (sociales, étnicas, feministas y ecologistas), todo lo cual puede conducirnos a las puertas de un pensamiento holístico, integral, transformador, hasta hoy negado.
by 
REINALDO RODRIGUEZ HERNANDEZ