viernes, 9 de octubre de 2020

NOSTALGIA


Al exiliado y al emigrante les persigue el recuerdo. A los dos por igual: aunque el origen de la condición del primero sea una fuga y la del otro un abandono. El exiliado mira más desesperadamente al pasado, relaciona su desplazamiento con la desgracia y no con la suerte, como hace el emigrante.

A ambos les obsesiona el regreso, pero con diferentes intensidades. Para el exiliado se trata de una cuestión moral que implica la restauración de un prestigio y el merecimiento de una razón política, cuando no histórica o religiosa. El emigrante regresa por método: la vuelta es un recurso que restablece lo dejado en la frontera de las nuevas adquisiciones.

De cualquier modo, los límites entre estas dos condiciones son muy relativos. Quien emigra para vivir mejor, para salvar a su familia de la violencia, para darle mejor alimentación o educación a sus hijos, está poniendo en entredicho, con su decisión, la capacidad política de su gobierno para proceder eficientemente. 

El exiliado por su parte, digámoslo de una vez, tiende a comportarse también con una lógica migratoria, pues incluso aquellos perseguidos más sublimes, por una razón u otra, no escogen como refugio países de igual o inferior estándar económico que el suyo, sino generalmente las solventes democracias.

La relatividad de estas ecuaciones debería tenerla en cuenta esa parte de la comunidad cubana que liga el derecho a la costumbre, la credibilidad política al tiempo de las personas en territorio extra insular, tendiendo a llamar despectivamente “emigrantes” a los cubanos que están salendo últimamente de la isla, como si ese título implicara cierto descrédito ante el otro pretendidamente más selecto de “exiliado”. Baste decir por ahora que esa llamada emigración cubana de (pen) última hora es también política, así solo sea porque demuestra con su obstinada decisión de establecerse en cualquier sitio, ya sea en un país de África o en la nación más pobre del Caribe, que el “comer jamón” tiene complejas connotaciones que le acercan a la lógica libertaria que hasta ahora se ha creído privativa del exiliado.

La nostalgia y la melancolía son dos actitudes, o poses, que se proyectan sobre el pasado. La nostalgia juega con el recuerdo, es leve, “cool” , y puede provocar en el paciente (aquel que sufre y espera) y una suerte de gozo en la evocación.

La nostalgia se disfruta, la melancolía se padece.

A diferencia de la nostalgia que es accesible y se infla en el mercado, la melancolía es aristocrática, elevada, y marcadamente improductiva; por eso es de poco interés para los comerciantes de imágenes. La melancolía permite experimentar el pasado, pero produce una herida. Es, como dice el sociólogo mexicano Roger Bartra, una suerte de jaula. Ella es fuente de sentimientos lánguidos y hondos: puede llevar al poema, al rezo.

Resulta entonces que el objeto de la melancolía, pero sobre todo el de la nostalgia, se ha renovado radicalmente. Sí, aunque algunos no lo crean, el pasado inmediato ha dejado vivencias que mucha gente echa de menos: es que no se trata solo de política, sino también de amistad, de amor, de juventud.

REINALDORODRIGUEZ HERNANDEZ.