Entre la brutalidad del castrismo y la complicidad de muchos cubanos destruimos a Cuba.


Tomen nota y lleven carta, como dice mi amiga la cínica, pero no existe, en la vida real, otra manera de describir, de contar o de explicar, que la destrucción que hoy sufre Cuba, y sobre todo la sociedad cubana, es consecuencia directa de la monumental brutalidad de esa maldita dictadura castro-comunista en contubernio, es decir, en melcocha bananera, en batido de “trigo” sin leche, en fusión alquímica o en complicidad oportunista, con un gran número de cubanos que son, o se hacen, los principales ajustadores, digo, sostenedores de la tremenda depauperación física y espiritual que nos está consumiendo en vida, y en muerte, como Patria, como nación, como pueblo y como seres cubanos.


Una enfermedad mortal de la que no escapa nadie, absolutamente nadie, a la que ninguno de nosotros es inmune, unos porque son el virus en sí mismo, otros porque son portadores “asintomáticos” de los venenosos eflujos de la plaga apocalíptica, algunos porque irremediablemente quedan expuestos, con el c… al aire o son la “comidilla” de las “bacterias voladoras” y la inmensa mayoría porque estamos infectados, afectados o cundidos, de una forma u otra, de esa letal toxina ideológica que devasta la virtud de los hombres, la gallardía, el patriotismo, los deseos de ser libres y el valor necesario para mandar a los abusadores, a los represores y a los tiranos pa’ casa del carajo.



Yo siempre digo que en un país donde converjan esos dos poderosos ingredientes contaminantes, lo explico, la violencia ejercida desde el poder y el “agáchate niña y vuélvete a agachar…” del pueblo, es un país condenado a “toser” eternamente, a padecer las peores fiebres del cuerpo y del alma, a tener los moquitos permanentemente expuestos como una vergonzosa extensión del carácter y es un país, pero sobre todo un pueblo, donde un simple estornudo arrasa con sus ciudades, con sus campos, con su materia gris, con sus rincones de soñar la vida y con el respeto, con el mínimo de respeto, que se necesita para que nadie esclavice tu destino, para que nadie racione tus gotas “antipasmódicas” o para que ningún dictador se atreva a “revolver” tu café con leche.


Son muchas, muchísimas, las causas que permitieron que en Cuba floreciera una mezcla tan letal. La historia nuestra, la de los últimos sesenta años de raquítica existencia revolucionaria, está repleta de pasos al frente para apoyar el disparate de la revolución del picadillo, está saturada de “espontáneos” aplausos a los inverosímiles discursos de un hijo de puta, está asquerosamente rebozada de inaceptable intolerancia y está marcada como una de las aberraciones más grandes, más destructivas y más insostenibles de la especie humana antes, y después, de la invención de “los ejes de mi carreta…”.



Porque, y seamos serios y responsables: ¿Qué ha hecho realmente en Cuba, la dictadura castrista, que beneficie, que represente calidad de vida o que le “sirva pa’ comer y pa’ llevar” al cubano de “infantería”?


Algunos desposeídos dirán que salud y educación “suavecita y bajita de sal”, otros, con algo de picadillo “enriquecido” en el cocote, que somos un país libre del imperialismo yanqui y la mayoría, la inmensa mayoría de los cubanos, que no tienen tiempo para pensar en esas “boberías” porque tienen marcado en la cola del jabón y porque, además, no se meten en política.

Pero la realidad es que la revolución castrista, esa porquería demagógica que nos destrozó la vida de vivir a los cubanos, en más de sesenta larguísimos años, lo único que hizo en Cuba fue militarizarnos la islita alegre y bonita, convertirnos en seres cubanos belicosos, matarifes del amor y la decencia, panfleteros de babosadas fidelistas incongruentes y partícipes, militantes, vocingleros, marimachos, esclavos y abanderados…, qué la bandera no toque el suelo compañeros…, de un régimen socialistoide, semi-feudal y totalitario que, entre muchísimas cosas, nos quitó el pescado, nos arrebató el pollo, el detergente, el papel higiénico, los durofríos de fresa, el flan de leche y la importancia de ser y de sentirnos cubanos.

Mucha destrucción, muchas mariconadas dictatoriales, mucha represión y tanta miseria que hoy por hoy la Cuba que miramos, la Cuba que tanto amamos “por soberbia y por no ser motivo de pena ajena”, languidece, apesta, se consume junto “a su suelo anegado en sangre” en batallas campales por la supervivencia, por acceder a un tubito de pasta de dientes o por intentar preservar la poca esperanza y la poca dignidad que nos quedan.

by REINALDO RODRIGUEZ HERNANDEZ

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